Santiago González-El Mundo
Una noche en el talego bastó para que Carme Forcadell renunciase a repetir sus habilidades creativas con el Reglamento del Parlament que presidía al permitir la tramitación de las leyes de desconexión que ampararon el referéndum ilegal del 1-O. Ayer, ratificó su decisión de no aceptar repetir en aquel cargo, con el argumento de que la defensa de la soberanía de la Cámara «necesita de una nueva figura libre de procesos judiciales».
Carles Mundó, que estaba llamado a sucederla, tomó el olivo el pasado martes, anunciando su abandono de la política. El mismo día, Artur Mas comunicó su renuncia a la presidencia del PDeCAT para no ser un obstáculo y por el calendario judicial que debe encarar en un futuro más o menos próximo, cuando se falla el caso Palau.
No hay dos sin tres. Ayer tomó declaración el juez Pablo Llarena a tres presuntos golpistas encarcelados: los Jordis y el ex consejero de Interior, Joaquim Forn. Los tres discurrieron por la misma senda. Un Jordi tras otro han manifestado su renuncia a la unilateralidad como vía hacia la independencia, los dos se han afirmado en sus convicciones pacifistas y Cuixart ha explicado al juez que no tiene la menor intención de dedicarse profesionalmente a la política y que la declaración de independencia del 27-O, aquel visto y no visto, fue simbólica.
Joaquim Forn, Segundo Chiariello y Tercer Declarante, compareció ante Llarena ya a mediodía y manifestó que nunca dio órdenes a la Policía autonómica para que incumplieran resoluciones judiciales, su acatamiento a la Constitución a la que siempre ha reconocido como norma jurídica suprema del Estado y advirtió muy seriamente, ojo, que con él no se juega, que si el procés siguiera por la misma vía, él «se bajaría del tren», o sea, que renunciaría a su escaño.
No es probable que estos sanos propósitos conmuevan al magistrado Pablo Llarena lo suficiente como para que acuerde su libertad. Parece más probable que su decisión sea coherente con la que tomó en el caso de Oriol Junqueras y resuelva que continúe en prisión.
El cambio de parecer de los cinco citados ut supra alerta sobre algo que mucha gente, alguna con mando en plaza, ha ignorado durante demasiado tiempo: el poder de la ley para apaciguar al delincuente, por muy empecinado que parezca. O dicho de otra manera, nada como la marcha para que el personal module.
Y esto no es de ahora. Sabino Arana, ya al final de su vida, tuvo un tropiezo con la ley: en mayo de 1902, envió un telegra- ma al presidente Theodore Roosevelt felicitándole por la independencia de Cuba. El oficial de correos, en lugar de enviar el telegrama a su destinatario se lo mandó al gobernador civil que lo hizo encerrar en la cárcel de Larrinaga, en Bilbao. Estuvo apenas unos meses, pero fue mano de santo. Al salir fundó la Liga de los Vascos Españolista, manteniendo sus propósitos emancipadores de aquella manera: «la independencia de Euskadi bajo la protección de Inglaterra será un hecho un día no lejano”. Quod erat demonstrandum.