JAVIER ZARZALEJOS-El Correo

  • Con la deconstrucción de la sedición y la eventual reforma de la malversación ya no tendría sanción lo ocurrido en septiembre y octubre de 2017 en Cataluña

En el argumentario que ha producido el Gobierno para defender iniciativas como el indulto a los sediciosos del ‘procés’ y ahora la supresión del delito de sedición y la posible reforma del de malversación figura una pregunta de factura saducea dirigida al PP: «¿Prefieren ustedes la Cataluña de 2017 o la de hoy?». La de hoy es, por supuesto, la Cataluña de la paz y la convivencia, en la que los independentistas han desistido de la unilateralidad -es decir, de convocar referendos ilegales y declarar la independencia- y en la que se avanza a pasos agigantados hacia la concordia. ¿Qué ha pasado en ese periodo según la versión oficial? Pues que los socialistas han ido desinflamando el conflicto. ¿Cómo? Renunciando a la venganza, a la revancha; en suma, ‘desjudicializando’ la cosa.

El argumento contiene al menos tres inconvenientes. El primero es que sugiere de modo poco disimulado que realmente la culpa de la sedición de octubre de 2017 la tuvo el PP. El segundo es que con esto se priva al Estado de los instrumentos de protección del orden democrático y se allana el camino para una nueva intentona. Al «lo volveremos a hacer» habrían de añadir los independentistas ‘porque nos dejan’. El tercero, no menos grave, consiste en instalar la corrosiva creencia de que la ley es el obstáculo a la convivencia y, en consecuencia, desactivar su aplicación es una exigencia para la consecución de la concordia. Si para lograrlo se pone en marcha una escandalosa instrumentalización de la potestad legislativa, el diagnóstico es aún peor.

La ley es un obstáculo para la convivencia sólo en aquellos sistemas donde esta no existe. En democracia, en un sistema de libertades, la ley y su cumplimiento es la garantía de la libertad y, en última instancia, de la paz cívica. El olvido, la impunidad, el deseo de que la sociedad quede en un estado de anomia, nunca pueden alentar la confianza, ni fortalecer la igualdad ante la ley, ni puede favorecer una relación leal entre ciudadanos y poderes públicos.

Al señalar a la ley como culpable y contraponer su aplicación a la paz, se deslegitima el Estado de Derecho y se desprecia su valor esencial para el mantenimiento del orden democrático y pluralista.

Lo que el Gobierno y sus partidos atribuyen a la impunidad que van a facilitar a los sediciosos no se debe a eso que llaman «hacer política», una alusión que se ha convertido en el significante vacío de los oportunistas. Se debe a la acción del Estado de Derecho y de los medios de protección de la integridad constitucional, desde la aplicación del 155 de la Constitución al procesamiento, juicio y condena de los responsables.

El juicio ante la Sala Segunda del Tribunal Supremo permitió ver de qué materia estaban hechos los que de manera tan irresponsable quebraron Cataluña. No tuvieron el coraje de defender sus propias fantasías sobre las que, simplemente, mintieron a los que creyeron que la independencia estaba a la vuelta de la esquina, con Unión Europea y todo. Dijeron que aquello había sido un simple farol, que ya sabían que no tenía ninguna eficacia jurídica y que sólo era una forma de presión para que el Estado negociara. ¿Así que todo fue una gran mentira, una escenificación tramposa de independentistas de atrezo?

La pretendida ficción tuvo efectos muy reales. Alrededor y dentro del ‘procés’ se produjeron injerencias extranjeras muy graves -del aparato propagandístico y de desinformación de Rusia para ser más precisos-, que se encuentran ya ampliamente documentadas pero que deberían continuar siendo investigadas en los procedimientos judiciales abiertos. Tampoco eso parece contar. Con la deconstrucción de la sedición y la eventual reforma de la malversación mediante un procedimiento de verdadera picaresca legislativa, nada de lo ocurrido en septiembre y octubre de 2017 en Cataluña tendría sanción, salvo que se quemen papeleras o se corten calles, para lo cual en Barcelona no parece que haga falta que declaren la independencia.

La satisfacción de los responsables ante el regalo de su impunidad no puede confundirse con la paz social, ni es ético hacerlas equivalentes. Oponer ley a convivencia es la peor descalificación que puede hacerse a un sistema de libertades. Dos poderes del Estado, el Ejecutivo con sus potestades y el Legislativo con la mayoría parlamentaria que lo controla, mantienen el rumbo de colisión contra el tercero, el Judicial, porque así lo requiere la conservación del poder que une las partes de Frankenstein en un proyecto político que los socialistas más lúcidos saben que lleva en sí la carga de su autodestrucción.