Ignacio Varela-El Confidencial
Este intento de gobierno compartido ha fracasado porque a la criatura le faltaban todas las condiciones de confianza recíproca imprescindibles para alumbrar una coalición sana
Hemos asistido a la gestión poselectoral más obscena, desquiciada y chapucera de nuestra historia democrática. En comparación, las de 2015 y 2016 parecen exquisitos ejercicios de prudencia institucional.
En las elecciones alemanas de 2017, Angela Merkel aventajó en 12 puntos a los socialdemócratas del SPD, exactamente la misma distancia que hubo entre el PSOE y Unidas Podemos el 28 de abril. Aquella gran coalición necesitó tres meses para nacer, pero fue un tiempo de trabajo político productivo. Además de un documento programático de casi 200 páginas, el socio menor socialdemócrata obtuvo los siguientes ministerios: vicecanciller y Finanzas; Asuntos Exteriores; Justicia; Trabajo y Asuntos Sociales; Familia, Tercera Edad, Mujeres y Juventud; y Medio Ambiente. Casi ‘ná’, que diría un castizo.
Los gobiernos de coalición serios se hacen así. Exigen varias premisas indeclinables: la inexistencia de sombras entre los socios sobre los fundamentos constitucionales del país. Un catálogo completo de objetivos y medidas, especialmente exhaustivo en los terrenos de discrepancia. El reconocimiento mutuo sobre la capacidad de gobierno del otro. Nada de eso existe entre el PSOE y Podemos.
Este intento de gobierno compartido ha fracasado porque a la criatura le faltaban todas las condiciones de confianza recíproca imprescindibles para alumbrar una coalición sana. No es que el barco se haya ido a pique, es que nunca llegó a salir del puerto.
Solo puede afirmarse que no había obstáculos de fondo si se pasan por alto pequeños detalles como la respuesta del Estado al problema de Cataluña, el respeto a la Justicia, la defensa de la monarquía parlamentaria, la sujeción a las políticas económicas de la Unión Europea o la posición de España ante los principales conflictos internacionales. Por no hablar de la vinculación a la letra y al espíritu de la Constitución de 1978. En cuanto todo eso se pusiera sobre la mesa, el tinglado saltaría por los aires.
Aquí no se trataba de armonizar los programas de dos partidos convencionales, sino de abrir paso al corazón del Estado a una fuerza radical-populista con vocación impugnatoria del sistema. Con el agravante de que la operación completa requería el concurso adicional de varios grupos secesionistas, algunos implicados en una reciente insurrección institucional que permanece abierta (“lo volveremos a hacer”).
Lo que para Iglesias era condición de supervivencia, resultaba para el PSOE una amenaza que debía ser sorteada. Nunca estuvo en el ánimo de Sánchez compartir el gobierno con Podemos. Su primer y único plan consistía en reproducir la situación de los 10 meses anteriores, con un contrato presidencial blindado para cuatro años. Sánchez siempre supo que introducir a Podemos en el centro del poder era instalar una bomba de relojería que, antes o después, le estallaría la cara. Lo ocultó hasta que tuvo que usarlo como arma de defensa-ataque.
Por eso se montó tras las elecciones una operación destinada a instalar la idea de que el Gobierno de Sánchez era una emanación inapelable de la voluntad popular y que quien osara obstaculizarlo –incluso ponerle condiciones- sería aplastado por la ira ciudadana.
Durante 80 días practicó la estrategia del matón: no negoció con nadie y coaccionó a todos. La bolsa o la vida, o me entregas la investidura o habrá elecciones y te machacaré. Hasta que un Iglesias en estado de extrema necesidad descubrió el pastel. Por un lado, percibió claramente que Sánchez estaba resuelto a impedirle el acceso a cualquier área sensible del poder ejecutivo. Por otra, cayó en la cuenta de que quien más motivos tenía para temer a una repetición electoral era el propio Sánchez. “Yo puedo perder 10 o 12 escaños más, pero él lo arriesga todo”, comentó a sus íntimos. Y decidió apagar el farol.
Iglesias ha vuelto eficazmente contra Sánchez su propio instrumento coactivo, la repetición de las elecciones. Solo así se explican los sucesivos retrocesos del gobierno monocolor a la admisión de independientes próximos a Podemos, de ahí al gobierno de colaboración, la maniobra desesperada del veto a Iglesias para espantar al cazador y la admisión final de la fórmula de la coalición, defendiendo a dentelladas cada parcela del organigrama y desembocando en la pornográfica negociación final, transmitida en directo.
El día en que Sánchez concedió la palabra “coalición” y planteó que el único escollo para el acuerdo era Iglesias, perdió por completo el control del proceso. El candidato ha pasado la última semana dando tumbos y lanzando nubes de tinta como los calamares en huida, mientras su rival, con fría profesionalidad, desmontaba una a una sus excusas evasivas y le tapaba las vías de escape. El rostro de estupor de Sánchez y los suyos cuando, 10 minutos antes de la votación, Iglesias subió a la tribuna y dejó todo el problema reducido a las políticas activas de empleo, mostró su extravío con más elocuencia que cualquier respuesta (se dice que debe agradecer el obsequio envenenado a un antecesor con acrónimo).
Cuando en la noche electoral Ábalos dispuso a sus centurias en la puerta de Ferraz coreando “con Rivera no”, terminó de cerrar la celda política que, finalmente, aprisionaría a su líder. La primera mitad de la celda la construyó el propio Sánchez cuando se adentró voluntariamente en 10 meses de gobierno de la mano de Podemos y de los independentistas. Llegado el momento de la verdad, el único caballo disponible para cabalgar hasta la meta se llamaba Frankenstein, porque él mismo había ahuyentado a todos los demás.
La votación de ayer demuestra que la mayoría anti-Rajoy nunca fue una mayoría de gobierno. Todos los partidos que hace un año votaron la moción de censura negaron ayer su respaldo a Sánchez, por algo será.