No estaría de más a estas alturas de la película que Cataluña proveyera a sus habitantes de colegios donde se pudiera impartir la enseñanza en español. Igualmente, en Galicia y Euskadi. El exceso de proteccionismo ahoga y desnaturaliza el uso de la lengua, lo mismo que el utilitarismo político que de ella se haga.
La verdadera comunicación, aquella que consigue poner en contacto al hombre consigo mismo, es decir, con el mundo, poco tiene que ver con las lenguas.
Nuestros códigos lingüísticos sirven sobre todo para cohesionar grupos humanos. A veces pienso que si de verdad el hombre albergara ese deseo de entenderse con todos los hombres sin exclusión, no existirían idiomas diferentes. Quién sabe si, además, tribus en contacto pero de diferente etnia o cultura se han esforzado justo en lo contrario, en reforzar la diferencia de su código para estrechar los vínculos del grupo frente al vecino.
Atribuirle a las lenguas esta función defensiva, de cohesión del grupo frente al colonizador, puede parecer contradictoria con su función principal, la de entendernos. Pero es que las lenguas también sirven para lo contrario, para que no nos entiendan.
En mi pueblo, con la llegada de inmigrantes y con el desembarco de los veraneantes en los años ochenta, la gente se volvió más gallega. Hasta entonces no sabía que lo era. Desde entonces, además, teníamos que hacerlo ver. El idioma como aspecto diferencial que cohesiona al grupo es una realidad, y un derecho el defenderlo.
A los norteamericanos o a los anglosajones no se les ocurriría vincular su supervivencia como grupo a la supervivencia de su lengua, expandida por todo el mundo. Los españoles no somos tan fuertes como para olvidarnos de esta función política de la lengua. A mi modo de ver, no se trata de un prurito nacionalista, sino de una legítima necesidad de los pueblos de permanecer.
Pertenezco a una familia gallega por los cuatro costados. Somos de Foz, un pueblo costero de 9.000 habitantes, próximo a Asturias. Me eduqué en el colegio y en el instituto de Foz en español, con una asignatura de gallego incluida. No echaba de menos más gallego porque lo tenía por todos lados, en casa, en la calle, en la librería, en la pandilla y en la discoteca.
Esta realidad en las ciudades gallegas es justo la contraria: predomina socialmente el uso del español, hablado a veces a duras penas por gente que en su casa habla gallego pero en la calle ni lo intenta.
Santiago es la ciudad donde estudié y donde vivo desde hace ocho años. Viví siete años en Madrid y seis en Barcelona. Allí tuve a mis hijos. Ellos hablan gallego, catalán y español indistintamente, dependiendo de la persona con la que estén. En Cataluña, la enseñanza desde preescolar era totalmente en catalán, y siempre me pareció extraño que no hubiera colegios en español, aunque sólo fuera por tener la libertad de elegir.
¿Qué quieren que les diga? Yo no tenía niños catalanes. Tenía niños catalanes y gallegos, es decir, españoles. Y al fin y al cabo el castellano es la lengua en la que nos entendemos su padre y yo.
Este simple ejemplo me sirve para ponerme en el lugar de las personas que reclaman enseñanza en castellano en Cataluña. Esta reclamación en Galicia es completamente innecesaria, pues aquí la enseñanza es al 50% en gallego y en español, una medida que me parece correcta si se aplicara convenientemente y sin sesgos tendenciosos. Quiero decir que en muchos casos la ley no se cumple y las asignaturas que deben ser impartidas en gallego no se dan. Por eso es tan diferente cada caso en cada lugar.
A veces, aquello que es un derecho legítimo de un grupo humano puede llegar a convertirse en una censura de la libertad individual. Y al revés, los derechos de los individuos pueden entrar en conflicto con el libre desarrollo de un grupo. Pero todo lo que restringe la libertad individual me parece que a la postre acaba degradando los derechos del grupo, que dejan de ser derechos y se convierten en imposición.
Dado que cada Administración autonómica tiene plena libertad para establecer su sistema educativo, mientras España sea un territorio cohesionado políticamente, creo que debería respetarse el derecho de aquellos ciudadanos que deseen educar a sus hijos en español en las diferentes regiones, autonomías o Estados federales (vaya usted a saber).
Es decir, que no estaría de más a estas alturas de la película que Cataluña proveyera a sus habitantes de colegios donde se pudiera impartir la enseñanza en español. Igualmente, en Galicia y Euskadi. El exceso de proteccionismo ahoga y desnaturaliza el uso de la lengua, lo mismo que el utilitarismo político que de ella se haga.
Los que temen a esta medida es que aún no han asumido que las lenguas pertenecen a sus hablantes, y son éstos los que las sacan adelante.
Yo, desde luego, no tengo el menor temor de que el catalán o el gallego vayan a desaparecer. No hacer de esto un caballo de batalla depende de la estricta y necesaria aplicación de la Constitución Española, que protege igualmente los derechos individuales y los de grupo.
Yo sí creo en el derecho de los ciudadanos españoles a elegir la lengua vehicular de la educación de sus hijos, y creo, además, que de esto depende un mejor y mayor desarrollo del euskera, el gallego y el catalán.
Luisa Castro, EL PAÍS, 2/8/2008