Nuestros jóvenes se aburren. No ha existido ninguna generación en la que los jóvenes no se aburrieran. Habría que hacer una exclusión para todos aquellos que vivieron y sufrieron una guerra, porque esos encontraban novedades allí donde los mayores iban dejando las huellas de la miseria, la crueldad y el odio. No es extraño que grandes libros de la literatura se hayan basado en las experiencias juveniles durante los crueles años de guerra y la sordidez de las posguerras de vencedores y vencidos. Pero ahora nos encontramos con una novedad sorprendente: está prohibido aburrirse. O más exactamente, todo está diseñado para que nadie se aburra.
Hubo un tiempo en el que se mantenía una relación, por pequeña que fuera, entre ocio y cultura. Eso se rompió y quedaron las inmarcesibles posibilidades de hacerse hooligan de un equipo deportivo, de caerse de culo con alcohol hasta las cachas, de seguir a los profetas de rastrojo denominados influencers, de hartarse de enviar mensajes por el teléfono tan móvil como idiota, de autofotografiarse en selfis como si emularan veinte veces al día a Dorian Gray sin necesidad de enterarse de quién fue ese gran precursor, el desdichado Oscar Wilde, un famoso sin premios en su currículo. Pero lo novedoso no es hacerlo en plan onanista sino en manada o, como dicen los sociólogos, grupal, con «efecto rebaño».
El daltonismo con el que la clase política y los medios de comunicación empoderados contemplan el fenómeno de los botellones es para encerrarse en la misantropía
Una generación, aseguran, sin futuro pero con mucho presente. La primera vez que escuché la palabra «botellón» fue a comienzos de los 90 y empezaba a ser una práctica limitada a los hijos de las clases medias. Les salía barato con la ayuda de la «paga» de sus padres. Hoy es interclasista pero con un peso notable del precariado y una capacidad de arrastre en alza entre los menores.
Lo insólito es que el botellón se haya convertido en un problema político echando a un lado lo que tiene de fenómeno social. Una estupidez se convierte en política cuando, como en este caso, hace saltar la apariencia de normalidad democrática de la que se jactaba esta sociedad. El daltonismo con el que la clase política y los medios de comunicación empoderados contemplan el fenómeno es para encerrarse en la misantropía. He oído explicar que los problemas los causan apenas un millar de delincuentes que aprovechan el barullo para desvalijar comercios y arrasar mobiliario urbano…pero que lo hacen a partir de las 3 de la madrugada.
Congregar en Barcelona a 15.000 jóvenes y al día siguiente 40.000 es un problema político de envergadura porque pone en cuestión al sistema en su conjunto. Una alcaldía surrealista en su cutrez, una Generalitat que amenaza más a sus mossos d´esquadra que a los violentos, unos partidos políticos amedrentados por Vox pero que consienten que el derecho a tocar los cojones a la ciudadanía está por encima de la ley. Y lo curioso es que, con toda probabilidad, en esos 40.000 descerebrados unidos jamás serán vencidos, no tienen caladero de votos de ningún tipo. Cuando se hagan mayores muchos se convertirán en reaccionarios de la extrema derecha independentista o partidarios de un patriotismo estrafalario. En el fondo late la inconsciencia de que decir «no» es oponerse a la libertad individual.
La gente que se arriesga por la libertad tiene al menos una cosa muy clara: un imbécil por el hecho de juntarse con otros miles de iguales no cambia nada. Se aburren en una sociedad castigada por la epidemia, donde no nos atrevemos a afrontar que si los líderes políticos, abrumados por los científicos y por las evidencias, deciden que hay que vacunarse yo tengo el derecho a no hacerles caso. Cierto, pero no a arriesgar la vida de los otros, por más que mi criterio sea sagrado y la vida del resto me importe un carajo. Todo servidor público debe vacunarse o hacerse objetor y retirarse del puesto. Para eso está el estado democrático de derecho. Lo demás son pamplinas de jueces que en ocasiones también se aburren y les pasó la edad del botellón, en la que nunca entraron porque tenían que preparar oposiciones.
Por muy mal que vaya esta sociedad democrática desmochada nadie podrá convencernos, al menos a algunos, de que hubo tiempos mejores
Ninguna de las 1.200 actas levantadas por la policía autonómica catalana por manifestaciones públicas ilegales han sido recogidas por los responsables de Seguridad Ciudadana. Ni una sola. Cuando uno convierte a los servicios del Estado en una guardería es que se considera el padre putativo de los niños, y si los chavales se comportan como hijos de puta de madres impecables hay que limitarse a lo principal, que consiste en adularles para mantenerse en el cargo.
Tenemos la brillante situación de un país con el 40% de paro juvenil y donde la pandemia no impide que millares de chavales exijan el ocio nocturno. Quizá a los congregados no les importa o sencillamente no les afecta. Desde que la izquierda radical se ha vuelto identitaria y desdeñosa con la realidad social, hemos entrado en una simulación política. La libertad de expresión se ha cubierto de una capa asfáltica, impermeable al pensamiento y a la cultura, que se denomina el derecho al ocio, gratis total. Lo demás, la violencia, el contagio, la inseguridad, son efectos colaterales. El espacio urbano es suyo. Se lo han regalado en la más humillante de las negociaciones: yo no interrumpo lo tuyo porque tú no cuestionas lo mío.
Se imaginan que alguien explicara por lo menudo que abrir las discotecas es una prioridad política. Cabe recordar que algo similar hizo Fernando VII con las corridas de toros. Incluso cerró las Universidades y creo una Escuela de Tauromaquia. Un adelantado del populismo. Nosotros seguimos dándole vueltas a la Formación Profesional, ese pariente pobre de las Universidades Politécnicas.
De pronto hablar de ocio y cultura ha devenido un discurso viejuno, sólo apto para mayores con reparos, como la Iglesia cuando censuraba las películas. Quizá sea por eso que el debate sobre la quiebra del sistema de libertades se ha escorado hacia el lado más pedestre: qué debe exigirse y cómo pelear por ello. A algunos nos cuesta pensar en la deprimente creencia de imaginar que el pasado fue mejor que el presente. Por muy mal que vaya esta sociedad democrática desmochada nadie podrá convencernos, al menos a algunos, de que hubo tiempos mejores. No se trata de lo óptimo, pero romper con el discurso reaccionario de esa izquierda radical identitaria resulta una tarea, que bien merece exigir que el ocio no se limite a las querencias de un rebaño y que ese 40% adquiera las dimensiones de una generación que lucha por una vida digna y libre.