JOSÉ MARÍA RUIZ SOROA-EL CORREO
- Hay que garantizar los derechos personales protectores de la autonomía frente al poder y el colectivo. Sólo después se pueden abordar las reformas social
Una añeja polémica ha resurgido al calor de la ideológicamente inflacionada campaña electoral madrileña. Es la que opone dos aparentemente irreconciliables concepciones acerca de lo que es la libertad en el campo político. Unos proclaman que la libertad es la situación de aquel individuo que puede decidir por sí mismo su modo de vida sin más límite que el de no causar con sus actos perjuicio directo a otro: la libertad como no injerencia. Pero otros observan que de poco vale esa libertad de opción para quienes por su situación material en la vida no tienen a su alcance la mayoría de las opciones que desearían. La verdadera libertad no es la de poder optar, dicen, sino una previa, la de que se generen unas condiciones materiales para todos (relativa igualdad y bienestar) que posibiliten el uso de la propia voluntad. La libertad incluye y empieza por sus precondiciones, vienen a decir.
La distinción tiene mucha relación (aunque no se corresponda exactamente) con la que Isaiah Berlin trazaba entre la libertad negativa y la positiva. La primera es pura y simple ausencia de constricciones externas sobre la conducta de la persona. La segunda es la poder desarrollar todos aquellos planes de vida que el deseo de autenticidad de cada uno invente. Más o menos la ‘libertad de’ y la ‘libertad para’. O también con la siempre presente entre ‘libertades formales’ y ‘libertades reales’, una distinción crítica que la vulgata marxista usó ampliamente para desacreditar a los regímenes liberales en todo el mundo: la libertad liberal era sólo libertad burguesa, la de los acomodados.
Ni que decir tiene que, en la práctica, las libertades formales, defensivas o protectoras suelen coincidir con las libertades individuales; mientras que la libertad real, la de cambiar el mundo por otro más justo es casi siempre una libertad colectiva. Es la libertad de la clase, o del pueblo, o de la sociedad en su conjunto.
Lo más curioso, y más añejo también, de esta discusión entre los conceptos de la libertad es el hecho de que se planteen como opciones mutuamente excluyentes. Para unos, la libertad individual no es nada si no se crean previamente las condiciones materiales y sociales para poder ejercerla. «Libertad… ¿para qué?»,le decía Lenin a Francisco de los Ríos, resumiendo en su sarcasmo la visión socialista de la libertad de la persona: la de que es una pura palabra bonita pero vacía de contenido para la mayoría de las personas en una sociedad capitalista y desigual. Libertad real es la del pueblo, la clase o el Estado de crear unas condiciones nuevas en donde el ser humano esté exento de toda dominación. A lo que los liberales responden aterrados que precisamente esa libertad del colectivo implica arrebatar a muchos su libertad personal de opción: para hacer un mundo sin dominación hay que empezar por dominar. Casi cien años antes, Tocqueville respondía a Lenin: «Quien se hace esa pregunta tiene alma de lacayo». La espléndida libertad del pueblo suele terminar por ahogar a la humilde libertad de las personas tomadas de una en una. Cuando la Humanidad ha decidido comenzar un nuevo tiempo creando las precondiciones materiales y sociales para la libertad… lo que ha conseguido es destruir la libertad de los sujetos humanos concretos y separables. Sucedió en la Revolución francesa o en la soviética, sólo la norteamericana escapó de este falso camino porque sus padres fundadores se negaron a avanzar en pos de la igualdad material de condiciones, señaló en su día Hannah Arendt.
¿Significa eso que las democracias liberales deban renunciar a establecer las precondiciones materiales y sociales para la libertad? ¿Que deben limitarse a garantizar las libertades protectoras? No, eso es hacer precisamente un dilema excluyente donde sólo existe un problema secuencial de orden o turno. La relación entre ambas clases de libertad no es de exclusión mutua sino de ordenación secuencial. Lexicográfica, diría John Rawls: primero hay que garantizar en un sistema político el más amplio catálogo de derechos y libertades personales protectoras de la autonomía frente al poder y frente al colectivo. Después, sólo después y siempre que la vigencia del catálogo de libertades esté sólidamente establecido, se puede abordar la toma de medidas de reforma social necesarias para que todos disfruten realmente de esas libertades.
Lo que no funciona es invertir la secuencia. Ni desdeñar por un rato los derechos fundamentales de nadie invocando una libertad superior de una clase, una sociedad, una nación o un barrio. Por ahí, la historia lo ha demostrado ampliamente, sólo se llega a la pérdida de todas las libertades. Lo decía ominoso Kolakowski, las diversas clases de bienes se limitan mutuamente, no podemos maximizarlos todos. Pero, en cambio, los males sí podemos tenerlos todos y a la vez: la opresión y la desigualdad.