Ignacio Varela-El Confidencial
- Las estrategias partidarias deben acomodarse a la naturaleza del sistema electoral y del funcionamiento de las instituciones, no a la inversa
No discuto que, en esta situación excepcional de descoyuntamiento de la nación, sería salutífero que los dos grandes partidos acordaran liberarse recíprocamente del chantaje de sus socios extremistas, permitiendo gobernar en España y en las comunidades autónomas al que más votos obtenga y acordando unas condiciones mínimas de gobernabilidad para los grandes asuntos. Eso abriría una vía deseable (y, ¡ay!, intransitable por el momento) para restablecer la normalidad. Su mera posibilidad señalaría el principio del fin de la crisis de convivencia que envenena la política española.
Puede que el remedio pase por ahí coyunturalmente, pero para eso no se necesitan torsiones voluntaristas —y seguramente contraproducentes— de la lógica constitucional o del sistema electoral (aunque ambos estén necesitados de reparaciones puntuales por razones de mera eficiencia).
Al margen del componente de oportunidad preelectoral que anima el documento presentado y firmado solemnemente por Alberto Nuñez Feijóo en el escenario histórico de San Felipe Neri; prescindiendo del obligado escepticismo sobre la viabilidad de algunas de las medidas que propone y de las propiedades curativas de otras, y obviando por el momento al análisis desglosado de cada una de ellas, es loable que el Partido Popular haya realizado el esfuerzo de señalar sistemáticamente los elementos aceleradores de la degeneración institucional que padece el Estado de derecho en España y ofrezca algunas propuestas al respecto.
Muchas de las descalificaciones que ha recibido tienen más que ver con el firmante y sus presuntas intenciones que con el contenido. En mi opinión, el documento ofrece una base razonable para iniciar el debate sobre cómo frenar primero y sanar después la evidente putrefacción de nuestro sistema institucional.
El diagnóstico de septicemia del sistema es básicamente certero y resultaría más meritorio si se formulara no solo como denuncia, sino también como autocrítica. La era sanchista ha acelerado todos los elementos patógenos, hasta rebasar la frontera de la insalubridad democrática, pero muchos de los fenómenos degenerativos que el documento identifica provienen también de la acción de gobierno del PP o de su comportamiento en sus periodos en la oposición.
A mi juicio, el documento presenta tres errores de raíz:
El primero, muy propio de mentalidades funcionariales, es que pretende resolver por vía normativa problemas que son de cultura política: la que ha considerado admisible reventar la concertación en el espacio central y socavar la institucionalidad a cambio de tramposas ventajas partidarias en la conquista y el ejercicio del poder.
Presentamos el Plan de Calidad Institucional con 60 medidas de regeneración para:
🔵Mejorar la democracia
🔵Acabar con el nepotismo y la arbitrariedad
🔵Restablecer la transparenciaRecuperaremos el sentido de Estado tan necesario para avanzar juntos.https://t.co/BRyrnLboRJ pic.twitter.com/VrxlMHZmpy
— Alberto Núñez Feijóo (@NunezFeijoo) January 23, 2023
El segundo es que las medidas que propone el PP son impracticables en un contexto de confrontación bipolar paroxística como el que se ha instalado en España; y si cambiaran los términos navajeros de la competición y se restablecieran las condiciones ambientales que hicieran posibles esas medidas, desaparecería el foco de la infección y estas ya no serían tan necesarias.
El tercer error es la promesa ridícula de ejecutar en 100 días un programa de esa dimensión. Incluso en un contexto político saneado, si este programa de regeneración se tomara en serio, cada una de las medidas llevaría varios meses de elaboración y debate; y el paquete entero requeriría mucho consenso y al menos un par de legislaturas. El innecesario estrambote de los 100 días desmiente por sí solo la seriedad de la propuesta y puede convertir un texto estimable en un volátil pasquín de campaña.
Tomemos como ejemplo la propuesta más mediática, la de que por ley se atribuya el gobierno automáticamente a la lista más votada. Se trata de un atajo engañoso para contrarrestar la voladura de los mecanismos de concertación dentro del constitucionalismo y camuflar la inclinación de los partidos centrales a anudar pactos peligrosos con fuerzas extremistas antes que restablecer el entendimiento entre ellas sobre las cuestiones que afectan a los fundamentos del sistema y/o al interés superior de la nación.
Pretender que esa perversión se resuelva modificando la legislación electoral está a medio camino entre la ingenuidad y el fraude. Entre otros motivos, porque jamás encontrará el consenso necesario para llevarla al BOE. Mientras el PSOE deposite todas sus esperanzas de permanencia en el poder en reproducir indefinidamente el modelo Frankenstein y el Partido Popular no descarte de raíz compartir un Gobierno con la extrema derecha, el mal que nos aqueja no tiene remedio: la gobernación del país seguirá en manos de los enemigos del sistema y la polarización quizá cambie de signo, pero seguirá siendo un obstáculo insalvable para recuperar una agenda reformista sensata.
El principio mecánico de la lista más votada es conceptualmente contrario a una democracia parlamentaria, en la que todo se basa en que el Ejecutivo obtenga y conserve la confianza de la mayoría del Parlamento, provenga esta confianza de uno o de varios partidos. O nos deslizamos hacia un modelo plebiscitario, o nos cargamos el principio de proporcionalidad que consagra la Constitución, introduciendo dopajes al primer partido no obtenidos en las urnas, o nos condenamos a la sucesión fatal de gobiernos ultraminoritarios que buscarían refugio en sus aliados extremistas, regresando así al punto de partida.
Quizá por eso, con buen sentido, el PP excluye de su propuesta al Parlamento nacional y a las asambleas autonómicas; y, con oportunismo notorio, la desvía a donde menos falta hace, que es en los ayuntamientos. Las investiduras presidenciales pueden ser bloqueadas ad infinitum, pero el mecanismo vigente de elección de los alcaldes es sumamente expeditivo y eficaz. Se da una primera y única oportunidad a la formación de una mayoría absoluta. Si esta no aparece, se atribuye la alcaldía automáticamente al candidato de la lista más votada. Esto funciona porque los ayuntamientos no son asambleas parlamentarias, sino órganos de gestión. No radica en ellos la crisis de gobernanza de la democracia española.
Los alemanes no han necesitado hacer contorsiones legislativas en la ley electoral para formar sucesivas coaliciones de gobierno, con el criterio sostenido de que la derecha moderada no abre paso al Gobierno a la extrema derecha, y la izquierda institucional tampoco lo hace con la extrema izquierda. Ambos asumen la tarea de frenar a su propio vecino extremista en lugar de encamarse con él. Algo parecido puede decirse de los países nórdicos, acostumbrados desde tiempo inmemorial a coaliciones múltiples (el modelo Borgen) que excluyen en todo caso entregar la dirección del Estado a las fuerzas antisistema. Ello exige, por supuesto, una lealtad recíproca en la relación Gobierno-oposición que ha sido yugulada en la política española.
Otra cosa es que, además, quieran rectificarse por vía reglamentaria los errores groseros de estrategia política. Si un espacio ideológico fragmenta su fuerza en tres partidos, no tiene derecho a quejarse de que el sistema electoral lo castigue, privándolo de ganar gobiernos que, en condiciones normales, habría obtenido. Le sucedió a la derecha en 2019 y puede sucederle a la izquierda en 2023. Las estrategias partidarias deben acomodarse a la naturaleza del sistema electoral y del funcionamiento de las instituciones, no a la inversa. Entre otras cosas, porque lo que hoy beneficia a uno mañana lo contrariará, y jamás aparecerá el sistema electoral que beneficie a todos en todas las ocasiones. El cáncer político español necesita quimioterapia, no aspirinas.