GAIZKA FERNÁNDEZ SOLDEVILLA-El Correo
No existen cálculos fiables de cuántas personas fueron desterradas por ETA. Las cifras que se han manejado van desde 50.000 a 200.000
Aprincipios de 1978, tan solo unos meses después de que la Ley de Amnistía hubiese vaciado las cárceles de presos de ETA, la rama militar de esta banda distribuyó varias listas negras en Irún. Se señalaban los nombres de funcionarios municipales, un arquitecto, un abogado, un conductor, un dentista, empresarios, un policía, un militar retirado, jubilados… A cada uno se le acusaba de uno o varios «crímenes»: ser «antivasco», «implicado [en] corrupciones», «delator al servicio [de los] ‘txakurras’», «suegro de policía», «mujeriego», o miembro de la extrema derecha, aunque también había un militante del PSOE. «A los enemigos de nuestra Patria, Euskadi, hay que ir desenmascarándolos», se podía leer. «El pueblo hará justicia y la aplicará con el rigor que se merecen». Para que no hubiera duda, se indicaba la dirección postal y el teléfono de los amenazados.
Aquellos ciudadanos se enfrentaron a una elección difícil: intentar rehacer su vida en el exilio o arriesgarse a perderla. Bastantes optaron por lo primero. Sin protección policial, el peligro al que se enfrentaban era demasiado grave. En apenas diez años, ETA había asesinado a seis vecinos de Irún: el inspector de la Brigada de Investigación Social Melitón Manzanas en agosto de 1968; los trabajadores gallegos José Humberto Fouz, Jorge Juan García y Fernando Quiroga en marzo de 1973; el policía municipal José María Díaz Fernández en noviembre de 1977; y el concejal y kiosquero Julio Martínez Ezquerro en diciembre de ese mismo año. No serían los últimos. Con el tiempo, ETA causaría otra veintena de víctimas mortales en ese municipio.
Tengo delante una de las listas negras que aparecieron en Irún en 1978. La ha donado al archivo del Centro Memorial de las Víctimas del Terrorismo el coronel Fernando Rodríguez Insausti, hijo de Francisco Rodríguez Muela. Su padre llevaba viviendo en el pueblo desde 1940: ejercía de odontólogo, dirigía la Cruz Roja, impartía cursos de primeros auxilios, era presidente del Casino y colaboraba con la revista ‘Bidasoa’. Durante un tiempo, además, participó en la Comisión Gestora del Ayuntamiento. Tenía 68 años cuando fue conminado a abandonar el lugar, pero se negó. En agosto de 1980 ETA le envió un nuevo ultimátum. La carta le daba un plazo de quince días para marcharse de Irún. «En nuestra etapa de Planificación Intensiva para alejar de Euskadi a los elementos contrarios al propio sentir del Pueblo Trabajador Vasco y contrarios a la Liberación Nacional», ETA afirmaba contar con «amplios expedientes» sobre él y su mujer. Francisco Rodríguez consultó con la Policía, que le recomendó mudarse. Los agentes acompañaron a la familia hasta la estación del tren. Lo dejaron todo y se instalaron en Madrid. Como tantas otras víctimas, carecieron de apoyo institucional.
Lo sucedido en Irún no fue una excepción. Antes y después de aquella fecha, hubo listas negras en muchas poblaciones del País Vasco y Navarra. Un número indeterminado de sus habitantes fueron amenazados de esta manera o por medio de pintadas, llamadas por teléfono, ataques a su propiedad, balas en el buzón, etc. Junto a sus familias, una parte tuvo que exiliarse. No existen cálculos fiables acerca de cuántas personas fueron desterradas por ETA. Las cifras que se han manejado hasta ahora son dispares: van desde 50.000 a más de 200.000.
A falta de un trabajo riguroso sobre este tema, se pueden adelantar algunas ideas. Las listas de 1978 estaban vinculadas a la campaña contra supuestos confidentes de la Policía que ETA militar llevó a cabo durante la Transición. El 65% de las víctimas de esta operación eran inmigrantes, a pesar de que la banda había anunciado lo contrario. Según Florencio Domínguez, aunque «naturalmente, ETA no ofreció esta explicación de forma expresa y ni siquiera lo insinúa, (…) es difícil que las personas que tenían características sociales parecidas a este nuevo grupo de víctimas no se sintieran aludidas por la nueva campaña de intimidación».
La antropóloga noruega Marianne Heiberg relató que durante su estancia en Elgueta (1975-1977) se redactaron dos listas de colaboradores policiales, a los que se suponía ETA iba a asesinar. En una de ellas había 33 personas, de las cuales 28 eran inmigrantes. No resulta sorprendente, por tanto, que solo una de las seis primeras víctimas que ETA causó en Irún hubiese nacido en el País Vasco: el donostiarra Melitón Manzanas. Lo mismo ocurría con los amenazados: la mayoría procedía del resto de España.
Las listas negras no solo contradicen el relato del ‘secular conflicto’, sino que ponen en entredicho el intento de edulcorar nuestro pasado reciente. La sociedad vasca no fue una víctima colectiva. Hubo víctimas, desde luego, pero tenían nombre y apellidos. También los tenían los responsables de la tragedia: los miembros de ETA y su red de chivatos. Se trató de compañeros de trabajo, vecinos, ‘amigos’ o incluso familiares que facilitaban a la banda información de posibles objetivos. Desde la seguridad que les confería el anonimato, ejercieron de cómplices del terror.
A estas alturas debería estar clara la inmoralidad de sus acciones. Sin embargo, como recientemente ha ocurrido en Andoain, todavía quedan quienes los reciben como héroes. Y quienes siguen mirando hacia otro lado. ¿No hemos aprendido nada?
G. Fernández Soldevilla-Historiador. Centro Memorial para las Víctimas del Terrorismo