Josep Martí Blanch-El Confidencial

  • El independentismo salió a comprar complicidades como un pollo sin cabeza cuando vio que la UE le cortaba el oxígeno del relato. De aquellos polvos, estos lodos

La eurodiputada de JxCAT y consejera de Educación de la Generalitat cuando la ‘fake’ declaración de independencia de Cataluña, Clara Ponsatí, acaba de publicar un libro (‘Muchos y ninguno’, La Campana) en el que recrea su frustración cuando “descubrió” que ningún compañero suyo en el Ejecutivo, incluido Carles Puigdemont, estaba dispuesto a poner toda la carne en el asador para enfrentarse al Estado español y mantener la supuesta “legalidad catalana” que emanaba de la proclamación de la república catalana en el Parlament. El libro, en el fondo, no es más que la versión corregida y aumentada del “íbamos de farol” con el que Ponsatí ya se retrató en 2018. 

Aprovechando la promoción del libro, Ponsatí se despachó ayer con unas declaraciones en RNE en las que dejaba claro que, a su criterio, la independencia de Cataluña bien vale una vida. Según ella, los independentistas han de saber que no hay luchas de ambición tan desmesurada como la creación de un nuevo Estado que puedan alcanzarse sin gente dispuesta a pagar el peaje de morir por el camino. 

Para la eurodiputada, como para cualquier fanático, prevalece la tesis de que cualquier coste es pequeño y soportable si va en beneficio del fin último. Su compañero de escaño en el Parlamento Europeo y también protagonista de los hechos de 2017 como consejero de Salud, Toni Comín, también ha teorizado en múltiples ocasiones sobre los costes que los catalanes han de estar dispuestos a asumir. En su caso, la factura se plantea en términos de ruina económica y la predisposición a vivir peor durante muchos años. La independencia al coste que fuera ya sobrevoló algunas reuniones del que fuera llamado estado mayor en 2017. Había quien hablaba por esa fecha de manera impúdica de que con 100 muertos bastaría para que se produjera una situación que obligara a reaccionar a la UE y a mediar entre el Estado español y la nueva república cuando fuera que acabase naciendo.

El concepto ‘al precio que sea’ adopta diferentes caras, pero siempre se apoya en la misma base: los costes son altos, inevitables y hay que asumirlos porque al final las penurias valdrán la pena. Y es en esta idea en la que hay que bucear para entender los esfuerzos por aproximarse al Kremlin y recabar apoyos para la causa independentista del entorno de Carles Puigdemont y, en particular, de su jefe de gabinete, Josep Lluís Alay. Esta manera de pensar, ‘al precio que sea’, que el mismo expresidente afortunadamente no intentó llevar finalmente a término, pervivió durante el mandato de Quim Torra de manera ya minoritaria (por eso no pudo ejercer en realidad de presidente) y todavía hoy en algunos grupúsculos afortunadamente cada día menos influyentes. 

Bajo el paraguas conceptual de ‘al precio que sea’, es fácil entender que mientras con una mano se proclamaba y se decía a los ciudadanos que el proyecto soberanista era plenamente europeísta, con la otra se buscase el amparo del autócrata de Moscú para que facilitara el acceso a los medios de comunicación de obediencia del Kremlin, o se construyesen castillos en el aire sobre un supuesto apuntalamiento económico por parte de Rusia de una supuesta república catalana o que, llegado el caso, Putin reconociera a una Cataluña independiente o al menos mostrara su predisposición o dudas sobre hacerlo. Por parte de los rusos, como ya se ha ido viendo desde hace unos años, cualquier plato puesto en su mesa les es de provecho si pueden sumarlo a su colección de cromos a utilizar con vistas a la desestabilización del tablero europeo cuando llega el momento oportuno. ¿Quién no se reúne con quien viene a regalarte un cromo a cambio de lo que estés dispuesto a darle?

Al precio que sea. Por eso, cuando les quedó claro a los líderes independentistas que la posición contraria y combativa de Europa ante un proyecto antidemocrático y autoritario como una secesión unilateral sería inamovible, algunos —como Josep Lluís Alay, el actual jefe de gabinete de Carles Puigdemont— salieron como pollos sin cabeza por el mundo a tejer complicidades con aquellos que ya entonces se sabía eran incompatibles con un mínimo de razonabilidad democrática. Que Carles Puigdemont incentivara este tipo de actuaciones entre personas de su confianza demuestra el punto de sinrazón y pérdida del sentido de la realidad a que llegó el expresidente de Cataluña antes y después de los hechos de octubre de 2017. 

La invasión de Ucrania y el escenario de guerra sin soldados contra Rusia en que participa la UE hacen que aquellos contactos, que se alargaron hasta 2020, según las últimas informaciones reveladas por El Confidencial, adquieran ahora una nueva dimensión. El pasado miércoles, el Parlamento Europeo aprobó un informe en el que se pide que se investiguen a fondo los lazos entre Moscú y el independentismo catalán. Desde el principio, la Generalitat ha mantenido silencio sobre la cuestión y no ha abierto siquiera una investigación, en lo que resulta a todas luces una falta de respeto a la ciudadanía en una Administración que presume constantemente de transparencia y radicalidad democrática. Es urgente que el actual Gobierno de Pere Aragonès dé explicaciones, como lo es también que se den las garantías necesarias de que todos esos contactos son cosa del pasado y no tienen continuidad en el presente desde la institución. Los catalanes necesitamos saber que ‘el precio que sea’ es una enfermedad del pasado, que afecta únicamente a unos cuantos individuos que felizmente ya no actúan con tarjetas de visita de la Generalitat. Y que ese grupúsculo minoritario que aún anda enfermo de ideología antidemocrática ya no cobra de la Administración. O que en el peor de los casos dejará de hacerlo de inmediato.