IÑAKI EZKERRA-EL CORREO
- La sacralización de la izquierda se ha asumido como verdad incuestionable
Pasó hace poco algo parecido cuando Iglesias comparó a Puigdemont con los exiliados de la Guerra Civil. La inoportunidad de esa comparación reside en que aquéllos huían de una dictadura surgida de una guerra y el político catalán lo hacía de una democracia surgida de la paz a la que él había desafiado. Hubo, sin embargo, quien vio la improcedencia de la comparación en que se ofendía la memoria de los exiliados. Otra vez nos hallamos ante otra sacralización peligrosa: la del exilio. Resulta obvio que, entre los miles de vencidos que salieron de España en la primavera del 39, habría gente honorable y quienes no lo eran tanto. Resulta obvio que no todos los que se quedaban eran fascistas, como no todos los exiliados eran Antonio Machado y que, junto a bellas personas de ideas progresistas, puso pies en polvorosa una peña que había conspirado contra la legalidad republicana con un talante ideológica y éticamente similar, en efecto, al de Puigdemont. El exilio puede constituir una situación genérica de injusticia pero no es una credencial moral de carácter individual para quien lo padece. También Mengele fue un exiliado.
Otro ejemplo. En un artículo publicado recientemente, el historiador Gaizka Fernández Soldevilla sostenía que poner a ETA la etiqueta del antifranquismo «supondría un insulto a la memoria de los antifranquistas que, pagando un alto precio, se enfrentaron a la dictadura y contribuyeron a traer la democracia». Creo que esa afirmación incurre en la lógica de Garzón y en otra sacralización de la izquierda virgen y pura. Me recuerda al grito de «Vascos sí, ETA no». El lema era bienintencionado y se entendía su sentido. Pero eludía un hecho obvio: que se puede ser vasco y asesino.