Antonio Elorza-El Correo
- No entendemos el gravoso legado del franquismo sobre la vida política española sin tener en cuenta que la Guerra Civil fue una variante de genocidio
Soy como soy, y no como tú quieras…». La letra del bolero, modelo de desdeñosa respuesta, es aplicable a tantos historiadores y politólogos a quienes los hechos se obstinan en no darles la razón. Pensemos en el tema que nos ocupa, la Guerra Civil, antesala del régimen de Franco, vista desde un momento cargado de polémicas e interpretaciones sesgadas.
Más allá de la calificación genérica del franquismo como dictadura, la ausencia de una imagen histórica consolidada gravita sobre su enlace efectivo con el medio siglo de democracia. La incomprensión de lo que fue ese régimen ha propiciado, por ejemplo, la extendida visión izquierdista de que la democracia no es sino su prolongación. Y la fractura es aún mayor si nos remontamos a la República y a la Guerra Civil, con un movimiento en tijera entre investigaciones y relato. El precio a pagar es alto: no entenderemos el gravoso legado del franquismo sobre la vida política española sin tener en cuenta que la Guerra Civil fue una variante de genocidio.
Sin olvidar las responsabilidades cruzadas en la gestación de la guerra, ni por supuesto los actos de barbarie en zona roja, la calificación de genocidio responde a la estrategia desplegada por Francisco Franco a partir del 17 de julio de 1936. En efecto, se trató del ejercicio prolongado de un exterminio sobre una mitad de la población española, puesto en práctica con rigurosa premeditación, y no limitado al aniquilamiento físico sino también a su patrimonio ideológico, cultural y de creencias.
La definición de Raphaël Lemkin, creador del concepto, es bien precisa: «el genocidio es un crimen que consiste en la destrucción de los grupos nacionales, raciales o religiosos». No surge de modo espontáneo, es producto de «un plan coordinado que se dirige a la destrucción de los fundamentos de la vida de estos grupos nacionales», y por ello, en torno al aniquilamiento de sus miembros, el asesinato masivo, busca acabar con su cohesión política, identidad cultural, creencia religiosa, sustento económico. Y si Franco no hizo eso con la España republicana, es que, como dijo el viejo profesor, no hay peor ciego que el que no quiere ver.
Cierto que Lemkin excluyó el genocidio únicamente político. Pero Franco sabía lo que hacía y lo cuenta. Su levantamiento no fue una simple «sublevación militar», para producir un cambio político, sino «la coronación de un proceso histórico, la lucha de la patria contra la antipatria». En línea con Acción Española, fue el combate decisivo para destruir a la antiespaña, de la cual la España roja es la última expresión. Y tal cosa solo se logra mediante una amputación, ante todo física: la «operación quirúrgica» que anuncia al embajador francés en noviembre de 1935 por contraste con Gil Robles, ante el mismo interlocutor.
Las decenas de miles de ejecutados en la guerra, y los de la posguerra, fueron el estricto cumplimiento de ese propósito. Ahí está la enorme masa de fichas listas para la persecución del Archivo de Salamanca. Menos mal que no existía la informática. Y los supervivientes, aun sin culpa alguna, quedaron como ciudadanos de segunda hasta su muerte, y otro tanto sucedió con la tradición liberal, y con los nacionalismos. Tolera en 1957 el regreso del general Rojo, su rival, pero que no se le dé «ni el pan ni la sal». Y le condena por rebelión militar. De un modo u otro la posguerra fue para los vencidos la trinchera infinita. Y su lógica implacable de ejemplaridad permaneció hasta las ejecuciones de septiembre de 1975, cuando al revisar las sentencias en el Consejo de Ministros exigió «un vasco más».
La frialdad y la dureza extrema exhibidas siempre por Franco se curtieron en su experiencia como jefe de la Legión en Marruecos. «Mis años de África viven en mí con indecible fuerza», confesaba en 1939. Basta ver su filme ‘Raza’ para comprobarlo, o leer los párrafos del ‘Diario de una bandera’, de 1922, describiendo la brutalidad de una operación de castigo. O la siembra del terror, en abril de ese año, con el regreso a Dar Drius de una misión, con doce legionarios y otras tantas cabezas de harqueños. La deshumanización se hacía imprescindible para la victoria. Africanistas como Mola, Queipo, Cabanellas, Yagüe en Badajoz, pensaron y aplicaron lo mismo en julio del 36. También la astucia, el ‘saber manera’ aprendido en el Rif, para esconder las intenciones y golpear. Sin saña, impasible.
Luego, si había orden en el cuartel, dejaba hacer como en los años 60: no era un inquisidor como Carrero Blanco.
Tal vez esa clave de la personalidad de Franco hace difícil su comprensión, especialmente por la juventud, aunque resulte imprescindible para explicar su larga sombra. Cientos de películas nos han contado la brutalidad del nazismo, mientras una guerra colonial queda muy lejos, como las fosas. Lo inmediato es la vivencia familiar del ascenso económico, iniciado bajo Franco y ahora cortado para la generación Z. Más el mal uso de la democracia.