Los discursos inaceptables de separación radical de ética y política, que se centran exclusivamente en la democracia procedimental, pretende que la legalización o no de Sortu es una cuestión solo legal, sin entrar en razones de legitimidad.
Llevamos muchos años escuchando lo que dice el título: la lucha sigue. Es lo que transmiten los miembros de la izquierda nacionalista que afirman que seguirán luchando por lo mismo que hasta ahora, pero de modo pacífico. Algún preso de ETA incluso lo ha incluido en la carta para acogerse a los beneficios penitenciarios: en el futuro va a seguir luchando por el mismo proyecto, pero por medios pacíficos y exclusivamente políticos.
Ante ello algunos ciudadanos planteamos nuestra propia insistencia, no por irresponsabilidad histórica, sino por responsabilidad con la libertad: también nosotros tenemos que seguir en la lucha por la libertad, por el derecho a la diferencia, por la cultura constitucional, por la democracia.
Algunos tenemos la impresión de que en estos momentos, sin negar que pueden ser cruciales, hay demasiada prisa y, sobre todo, hay demasiada confusión mental. Cuando la victoria está al alcance de los dedos es cuando más errores se pueden cometer. Y puede que se estén cometiendo algunos bastante serios.
Es preciso recordar algunas cosas básicas del catecismo democrático: si algo implica la democracia es la sumisión del ejercicio del poder a las exigencias de la ética en la figura de los derechos humanos fundamentales, cuya garantía constitucional es la base de la libertad. Es preciso recordarlo porque se está formando un coro compuesto por políticos, intelectuales, teólogos y ciudadanos empeñados en expulsar a la ética de la política. Pero si algo es democracia, es la inclusión de las exigencias éticas básicas en la política, en el ejercicio del poder.
Es clara la intencionalidad de la separación nítida entre ética y política: poder afirmar que es necesario, legal y democrático legalizar a Sortu, sin que por ello se renuncie a criticar éticamente su falta de condena de la historia de terror de ETA. Pero es una separación no sólo interesada, sino arriesgada, al establecer que la política se rige por criterios distintos a los principios fundamentales de la ética de los derechos humanos. Una vez establecido este principio, la ‘realpolitik’ se adueña de la política.
Lo democrático es exigir que se acate la sentencia que dicten los tribunales correspondientes, acatamiento que tampoco incluye la obligación de aceptarla como la verdad y la justicia últimas. Pero debemos suponer que la sentencia que dicten los tribunales se deriva de la aplicación de la ley, derivada a su vez de lo que establecen los derechos humanos fundamentales, el derecho a la vida, a la libertad de opinión, de conciencia, de asociación.
Es preciso dejar trabajar a los tribunales en paz: tratan de condicionarlos tanto la manifestación de las asociaciones de víctimas, como las manifestaciones de los nacionalistas reclamando la legalización inmediata, las manifestaciones permanentes de líderes y de partidos políticos, hasta las afirmaciones del Ararteko. Todo lo que se dice en público influye y condiciona.
Lo mismo que la separación inaceptable de ética y política pretende la afirmación de que la legalización o no de Sortu es una cuestión solo legal, sin entrar en razones de legitimidad. Y a este razonamiento se le añade la idea de que la democracia es exclusivamente procedimental.
El procedimentalismo es, sin duda, consustancial con la democracia. Lo que no da pie a afirmar que la democracia se reduce a cumplir con los procedimientos establecidos. Sin ello la democracia es imposible. Con su solo cumplimiento no se garantiza la democracia. Esta es sobre todo sumisión al derecho, a los derechos humanos fundamentales, que no son solo formales, sino sustanciales -Luigi Ferrajoli: lo que los poderes públicos nunca pueden hacer, o lo que no pueden dejar de hacer-.
El derecho en democracia es derecho positivo, fundado en el mismo derecho, que vuelve a ser derecho positivo, y así en reducción lógica infinita, constituyendo un imposible lógico, muy criticado desde los tiempos, al menos, de David Hume. No hace falta recurrir a la fundamentación en el derecho natural para afirmar que el derecho positivo se transforma en garantista, es decir, en un derecho que reconoce unos límites fundados en los derechos humanos que superan la simple y radical positividad absoluta.
Escribe el Ararteko que la izquierda nacionalista radical y los estatutos de Sortu afirman que quieren hacer política renunciando a la violencia terrorista y por vías exclusivamente pacíficas, políticas y democráticas. Espero que no pretenda impedir que algunos nos preguntemos si lo que entiende la izquierda nacionalista por democracia es lo mismo que entendemos otros. ¿Entiende la izquierda nacionalista que la democracia se constituye a partir de considerar a las personas primero como ciudadanos, como sujetos de derechos y libertades, sin miramientos por su confesión religiosa, identitaria, sentimental, o de lengua y cultura? ¿Están todos los que promueven la legalización de Sortu convencidos de que democracia exige limitar, particularizar, colocar en segundo plano todo lo que afecta a la identidad lingüística, cultural o de sentimiento de pertenencia, precisamente para hacer sitio a diferencias internas a la sociedad vasca y garantizar así la libertad a todos los ciudadanos vascos? ¿Qué sentido tiene, si se reconoce esa exigencia de democracia, reclamar el derecho de autodeterminación y la territorialidad, que solo cobran sentido desde una idea uniforme y homogénea de la sociedad vasca en esas cuestiones?
Tantas ganas tenemos de que desaparezca el terror que parecemos estar dispuestos a aceptar como legítimos actores en la democracia a aquellos que defienden proyectos políticos excluyentes y totalitarios. Pero los discursos de separación radical de ética y política, los discursos que se centran exclusivamente en la democracia procedimental y en la legalidad esconden que la lucha por la libertad debe seguir como lucha contra la violencia terrorista, pero también contra los proyectos políticos totalitarios, y contra todas las vinculaciones entre ambos.
Joseba Arregi, EL CORREO, 5/3/2011