MIKEL ARTETA / Licenciado en Derecho y Ciencias Políticas, EL CORREO 06/11/13
· La vieja soberanía del Estado-nación que conocemos cede cada vez más ante legislaciones internacionales.
Uno puede ser jurista y perderse en la maraña argumental tejida por unos y otros estos días en la prensa. Doy fe, sin pretender desenredar la madeja. Porque no sé, ni sé si se puede; no por falta de ganas, claro está. Evidentemente, me niego a defender atajos que pongan al Estado de Derecho al servicio decisionista del poder político. Esta táctica schmittiana (de la que, dicho sea de paso, se apropia el Gobierno catalán cada vez que pretende anteponer la voluntad del pueblo a los límites que le impone la forma jurídica) debe quedar inmediatamente desterrada, y las intenciones de quienes la usen, destapadas.
Volviendo al enredo de la madeja: no sé si la sentencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos (TEDH) era inevitable, pero tampoco sé si podemos plantear la existencia de una colisión entre el principio de proporcionalidad y el de legalidad, saltándonos la máxima jurídica de que en caso de duda se debe favorecer al imputado. Ignoro si tal colisión es inexistente porque, como algunos aseguran remitiéndose a la propia doctrina del TEDH («cuando la naturaleza y finalidad de la medida se refieren a la reducción de una condena o el cambio del régimen de excarcelación anticipada, no forman parte de la pena»), la irretroactividad se aplica a las penas y no, como en este caso, al criterio jurisprudencial que estipula su cómputo. Tampoco sé si cabe alegar nulidad. Ni me queda claro que distinguir entre la supranacionalidad y la internacionalidad del tribunal sea base suficiente para incumplir la sentencia; y aún me siembra más dudas que la existencia de precedentes (en distintos países de la UE o aquí mismo, con Ruiz Mateos, entre otros) de incumplimiento avale a quienes pretenden que dicha sentencia se incumpla.
No sé si en estos tiempos, cuando el cosmopolitismo es la última esperanza de la democracia, debemos dejar que nuestros intereses o impulsos, por elevados que éstos sean, nos conduzcan a menospreciar al TEDH (aunque no fuere superior jerárquico directo). La vieja soberanía del Estado-nación que conocemos cede cada vez más ante legislaciones internacionales: hay que entender que el 70% de nuestras normativas transponen directivas de la UE, sin que ésta tenga a su vez un monopolio de la violencia con el que ejecutarlas. Del mismo modo que no tengo muchas dudas de que la deslealtad institucional de la Generalitat, por su incumplimiento reiterado de las sentencias españolas, demanda la aplicación del artículo 155 de la Constitución española (en última instancia y tras asegurar la legitimidad democrática tanto sustantiva como procedimental, tras hacer la pedagogía oportuna y tras asegurarse el refrendo internacional), creo también que la lealtad institucional es lo único que puede salvar la democracia, que hoy pasa por la construcción política de una organización supranacional de soberanía multinivel. No puede ser de otro modo si queremos evitar el temible monopolio mundial del poder.
Sin embargo, no hay ni un punto de ironía en mis reservas acerca de la sentencia. Entiendo perfectamente los motivos y razones que albergan quienes pretenden hacer uso de todos los resortes del derecho para hacer justicia (sí, ‘justicia’, aunque le pese a la inepcia positivista). Entiendo que antes de poner el carro de la justicia delante de los bueyes cosmopolitas queda mucho que pastar. Y ante tan duro dilema moral, maldigo a los que desde el pedestal critican con vehemencia a quienes buscan la manera legal de que los terroristas (que no han abandonado la disciplina de la banda, que no se arrepienten y que justifican su historia) sigan cumpliendo condena.
Jurídicamente no cabe procesar a los terroristas de nuevo por pertenencia a banda armada (que, a menos que se desmarquen públicamente de la banda, es lo mínimo que el sentido común –o cívico– demandaría), pero quizás queden legítimas vías abiertas para evitarnos el mal trago de verles libres tan pronto. Por eso, a los que en esta ocasión se ofenden con quienes, sin circundar el Estado de Derecho, creen que cabía otra resolución del TEDH o con los que aún pretenden rebuscar entre todos sus resortes para mantener al terrorista en prisión, hay que recordarles que el juez Guzmán procesó a Pinochet por delito continuado de secuestro en vista de que encontrar los cuerpos que se arrojaron al océano era tarea imposible, y que sin ellos no había delito.
No sé si alguna vez sabremos hasta dónde la cosa viene orquestada (aunque todo huele a carne –¿de faisán?– en descomposición). Lo que sí sabemos es que Eguiguren está deseando que el PSE pueda pactar más pronto que tarde con Bildu, que la Audiencia Nacional tiene prisa por excarcelar a los presos, que la hoja de ruta parece estar marcada y que las víctimas molestan. Por eso, si bien la hermenéutica jurídica dificulta a legos y no tan legos desenredar la madeja argumental tejida en torno a la sentencia, es muy fácil identificar a los majaderos: son los que se alegran; esos rostros que se esconden tras la risa de hiena. Tracemos una línea roja y distingamos ya siempre entre quienes, compungidos, aceptan la sentencia como justa por necesaria y aquellos que, disfrazados de solemnidad jurídica y superioridad moral, se jactan o incluso la celebran como un golpe en la cara de algún enemigo.
Por lo que podríamos llamar la ley de los 180 grados, la pseudo-izquierda no duda en abonar todo campo que el PP decide dejar yermo, y en escupir luego en la cara al que les quede enfrente. Por electoralismo, siguen tapando ‘nuestra vergüenza’ a costa de dar oxígeno al execrable etnonacionalismo (del que esperarán pescar, pactos con partidos afines o directamente votos) y creyendo que esto no se paga… o peor, sabedores de que ellos no estarán aquí cuando les queramos pasar la cuenta.
MIKEL ARTETA / Licenciado en Derecho y Ciencias Políticas, EL CORREO 06/11/13