Rubén Amón-El Confidencial

La mediación del Rey en el AVE a La Meca demostró su peso diplomático y las virtudes de la monarquía al servicio del Estado, pero también la codicia e irresponsabilidad del monarca

¿Para qué sirve la monarquía española? No hace falta responder la pregunta desde presupuestos conceptuales ni fervorosos. Puede responderse desde el pragmatismo que supuso proporcionar a España el mayor contrato industrial de su historia. La mediación de Juan Carlos I decidió la suerte de la construcción del AVE entre Medina y La Meca. Estaban en juego 7.000 millones de euros. Y se habían involucrado en la iniciativa hasta 12 empresas nacionales.

La victoria de la propuesta española descompuso las relaciones entre Francia y Arabia Saudí, hasta el extremo de que un ministro del reino del petróleo fue sometido en París a un tratamiento de ducha escocesa que expiaba la incredulidad de Nicolas Sarkozy. ¿Cómo era posible que un país de segunda división, España, se hubiera llevado el contrato del siglo?

Lo mismo se preguntaron los gobiernos de Corea del Sur y de China, implicados ambos en el concurso que decidía la oportunidad de un proyecto megalómano y providencialista. La visita de La Meca es un precepto ineludible del Corán que requiere la movilización de millones y millones de ‘pasajeros’, tanto por la realidad y devoción de los fieles contemporáneos —1.800 millones de musulmanes— como por la proyección demográfica y las comodidades que va a proporcionar la tecnología: la travesía en el desierto camino de la Kaaba se realiza en menos de tres horas.

Sucede que un rey católico de Al-Andalus conseguía el proyecto que no pudieron consumar los sultanes del imperio otomano. De hecho, los raíles y catenarias por donde circula el AVE ocupan los difuntos vestigios de la ingeniería ferroviaria que aspiraba a comunicar Estambul con La Meca.

No se explica el fabuloso contrato español sin la mediación de Juan Carlos I y sin las relaciones privilegiadas e históricas entre los Borbones y la dinastía saudí. España presentaba un proyecto competitivo, verosímil, esmerado, pero la fortuna de la propuesta se deriva de los vínculos personales entre las respectivas casas reales. No ya por la amistad histórica del monarca emérito con el difunto rey Fahd, titular de una imponente villa en Marbella, sino porque las conexiones perseveraron cuando la llegada al trono de Abdalá bin Abdulaziz puso en suerte la firma del megacontrato: pudo rubricarse en 2011 después de acumularse cinco años de licitación.

Confirmaba la razón de ser de una monarquía porque la institución acreditaba valor geopolítico, geoestratégico y económico al servicio del Estado

Revestía Juan Carlos I de argumentos la razón de ser de una monarquía, sobre todo porque la institución acreditaba un valor geopolítico, geoestratégico y económico al servicio de los intereses del Estado. España se posicionaba en el Golfo. Y el Rey ejercía su peso simbólico y diplomático en los términos de la ‘realpolitik’. Puede discutirse la cooperación con una tiranía que propaga el wahabismo y que aplasta los derechos humanos. Y puede cuestionarse la connivencia pretérita y contemporánea que emparenta España con los príncipes de una satrapía feroz, pero Francia, China y Corea del Sur, los competidores de la alta velocidad, nunca se plantearon límites éticos cuando pretendieron instalar en Arabia sus ‘caminos de hierro’.

El gran problema y la gran paradoja consiste en la interpretación que hizo el rey Juan Carlos de su mediación decisiva. Y de los emolumentos que decidió cobrarse a semejanza de un comisionista. No es que 100 millones de euros representen una tajada escandalosa respecto a un contrato de 7.000 millones, pero la decisión de ingresarlos bajo manga y de remitirlos a una cuenta en Suiza, tal como indican las investigaciones en marcha, malogra todas las obligaciones del monarca con la instituc

ión y con los propios súbditos. El mayúsculo favor que Juan Carlos I hizo al Estado es equivalente al daño que puede ocasionar a la monarquía. De otro modo, Felipe VI no hubiera repudiado a su padre ni se habría congregado la alianza de Iglesias con los soberanistas para convertir el escándalo del AVE en el atajo que destrona el símbolo de la unidad territorial. Las consecuencias judiciales tienen que concretarse. Las consecuencias políticas son ya evidentes. Y las consecuencias económicas y geopolíticas se observan en la desconexión que se ha precipitado entre España y Egipto como escarmiento del escándalo ferroviario.

El mayúsculo favor que Juan Carlos I hizo al Estado con el AVE entre Medina y La Meca es equivalente al daño que ahora puede ocasionar a la monarquía

Fue en 2015 cuando el general Al Sisi y el ministro De Guindos prosperaron en la iniciativa de construir una línea de alta velocidad entre El Cairo y Luxor. No había mejor aval que el modelo ‘faraónico’ de La Meca para exponer la idoneidad de la ingeniería española, pero las novedades judiciales y sus derivadas diplomáticas han supuesto un replanteamiento absoluto del proyecto, hasta el extremo de quedar comprometido o de arriesgarse a terminar en una vía muerta.

¿Para qué sirve la monarquía? Juan Carlos I respondió trayéndose a España un contrato de 7.000 millones de euros. La codicia, la letra pequeña y la concepción indecorosa de la inviolabilidad han convertido el tren de Mahoma en la desdicha del Borbón y en una amenaza imprevisible al porvenir de la monarquía.