El delito de sedición tiene mala reputación. Ha sido utilizado habitualmente, en distintos países, para dirimir enfrentamientos políticos internos de forma ilegítima; y es un tipo penal resbaladizo. Por eso ha desaparecido de los sistemas penales de los países democráticos de mejor tradición. Su desaparición como delito no supone impunidad; supone situar los hechos en el estricto campo de los desórdenes públicos, como han hecho esos países, con unas penas significativamente más livianas que las de nuestra sedición.
En el Reino Unido desapareció en 2009 -aunque la propuesta venía de 1977-; en Alemania, con la reforma del Código Penal de 1970; en Italia queda una figura residual, con una pena insignificante. Incluso en Francia, donde se mantiene un delito de ‘rébellion’, que incluye el supuesto de base de nuestra sedición, se exige la concurrencia de «resistencia violenta», con unas penas significativamente inferiores a las de nuestro Código Penal: dos años de prisión, si es individual, o tres, si se hace en grupo; y tres o cinco, respectivamente, si se hace con armas.
La supresión del delito de sedición parece necesaria, especialmente en el contexto de la integración europea, en el que la aproximación de legislaciones resulta indispensable si deseamos un reconocimiento mutuo entre los sistemas penales de los distintos países. Si España opta por mantener un delito que no tiene equivalente en otros países europeos, tiene que asumir las consecuencias: la negativa de esos países a reconocer el delito y su conversión en refugio de quienes sean imputados o condenados por el mismo en España.
La propuesta de reforma, en todo caso, viene rodeada de negros nubarrones que no presagian nada bueno. El ambiente cainita en que está inmerso nuestro sistema político hace imposible plantear de forma sosegada la razonabilidad de la reforma. Pero la forma en que surge la propuesta -reincidiendo, por otra parte, en la práctica malsana de utilizar a los grupos parlamentarios para canalizar iniciativas del Gobierno- abona el terreno a quienes se oponen a ella sin cuartel. A costa de pagar un alto precio: les obliga a enrocarse en una posición por la que España ha sufrido -y sufrirá aún más- importantes revolcones judiciales en Europa.
Por otra parte, en el ámbito jurídico, deberán clarificarse las consecuencias penales de la reforma. La desaparición de la sedición difícilmente significará, sin más, la cancelación, en toda su extensión, de las penas impuestas -aunque ya estén indultadas- o la imposibilidad de perseguir a quienes no han sido juzgados. El tribunal sentenciador deberá interpretar la ley más favorable tras la reforma en relación con los hechos que consideró probados como delictivos y que no desaparecen como tipo penal.
Pareciera como si, últimamente, fuésemos víctimas de una maldición: incluso cuando acertamos en el objetivo fracasamos en la forma de alcanzarlo.