IGNACIO CAMACHO-ABC
La jauría de la que Huerta se siente víctima la han azuzado durante mucho tiempo sus flamantes colegas de Gobierno
LA clave es el rasero. Màxim Huerta se ha pillado los dedos en una puerta que él no había abierto, pero cuyos goznes comprometen con su inesperado giro la credibilidad de este Gobierno. La hipersusceptibilidad social ha elevado el listón de la ejemplaridad política a un grado extremo, a una suerte de histeria colectiva que ajusta cuentas a base de linchamientos. Lo que ha expulsado al efímero ministro de Cultura del tren al que acababa de subirse no ha sido la probable incompetencia de sus méritos, sino el clima de recelo, la inquisitorial atmósfera de cacería moral implantada para eliminar a los adversarios por cualquier método. Pero esa jauría de la que se siente víctima la han azuzado durante mucho tiempo sus recientes compañeros.
La Justicia ha sentenciado que Huerta cometió fraude aunque no ocultó sus ingresos, como hizo Monedero. Lo que intentó, como otros muchos contribuyentes, fue rebajar sus impuestos. Hace diez o doce años era frecuente que los asesores fiscales indujesen a sus clientes –«eres tonto, estás regalando dinero»– a crear sociedades limitadas como pantalla para tributar menos. Sucedió con muchos profesionales autónomos: abogados, médicos, periodistas, arquitectos. Era un sistema de riesgo pero funcionó con cierta tolerancia hasta que de repente, primero bajo el Gobierno de Zapatero y luego con el de Rajoy, Hacienda cambió de criterio. Hubo muchas inspecciones. Huerta recibió una, que apreció en sus liquidaciones un exceso de ingeniería fiscal, y fue sancionado por ello. Recurrió y perdió el pleito. Con el añadido de que los jueces lo acusaron de mala fe, con un juicio de intenciones que se ha puesto de moda entre las togas, y esa coletilla lo inhabilita para ocupar un ministerio.
Eso y el discurso dominante, enarbolado con fiereza, entre otros, por Pedro Sánchez. El embudo de moralina aplicado a los rivales para liquidarlos excitando la irritación de la calle. La izquierda ha quedado presa de sus reproches altisonantes, de su apropiación monopolística de la decencia, de la furia con que ha declarado incompatible la honestidad con hechos tan normales como comprarse un chalé o sostener con la Agencia Tributaria diferencias contables. Del complejo de superioridad con que se ha arrogado la facultad omnipotente de estigmatizar al discrepante. De la demagogia con que ha convertido a «la Gente» airada en una suerte de nuevo dios justiciero e implacable. Esa conciencia de supremacía ética ha rebotado ahora contra el «Gobierno bonito», tan autosatisfecho y rutilante, causándole en menos de una semana la primera mancha en el traje.
Quizá el ministro más breve de la democracia no fuese el hombre idóneo para el cargo. Lo demuestra la desconfianza sobre la política que cuando era un ciudadano corriente expresaba con tono espontáneo. Pero esas opiniones cuestionan, más que su propia aptitud, el tino de quien lo ha nombrado.