Diego Carcedo-El Correo
- El proceso en torno a la amnistía mantiene al país en la situación más crítica, explosiva y bochornosa de las últimas cuatro décadas
Puigdemont y su camarilla independentista, bien arropada por las preocupaciones de Pedro Sánchez por proporcionarles el futuro triunfal, han sumergido en el silencio, que casi siempre tienen que sobrellevar las víctimas en las crisis, a los millones de catalanes, ciudadanos ejemplares en la convivencia cotidiana, ajenos a las confrontaciones: trabajadores, ambiciosos, eso sí, en sus ansias por vivir en paz, sin enfrentamientos con los que no piensan igual.
Su problema es que los que no opinan lo mismo viven en una democracia distorsionada, -que pone en duda la igualdad entre las personas, privilegiando unos valores y despreciando otros- que apenas cuentan en la actividad institucional. Sólo cuenta su voto a voluntad del tráfico con que lo manejan los líderes del poder supremo independentista y, lo peor que en el ámbito general, el de el gobierno -de Sanchez, sus Bolaños y ‘cerdanes’–, responsable de arbitrar justicia global no les presta atención.
La Sociedad Civil Catalana está activa, cuenta con el respaldo de una mayoría clara en las urnas, y cuando hace falta tiran de sus votos en la dirección que convenga a quienes se la apropian. Siempre triunfando los que les desdeñan, los que les censuran al hablar y limitan aprender, y cuyas reivindicaciones en voz baja, más bien tímidas, caen en el vació cuando no en el insulto o en la presión social si osan mostrarse en público.
En el proceso en torno a la amnistía que mantiene al país en la situación más crítica, explosiva y bochornosa de las últimas cuatro décadas, los constitucionalistas catalanes no han podido levantar su voz. Quizás sea que nadie escucha, algo que no es verdad, pero si que quien debería tenerlos en cuenta como parte de tanto como les afecta, los ignoran. Ahora si algo despierta su atención son los tejemanejes previos a los comicios de marzo.
Entre tanto, les toca digerir el miedo a perder muchas horas de sueño pensando en lo más delicado, su futuro ante un régimen político extremista, amenazante, que aspira a monopolizar el poder conforme a sus ambiciones radicales, aparte la discriminación a que ya intentan tenerlos condenados impidiendo que sus hijos aprendan el idioma que deseen, que los profesionales estén condicionados a una lengua minoritaria y sus negocios limitados a exhibir unas fachadas censuradas.
Son millones de españoles marginados dentro de un país protegido por una Constitución que lo descarta. Contribuyen a la economía nacional y al desarrollo. Pero cuando sus modestas organizaciones se arriesgan a salir a la calle a expresar sus ideas y sus ambiciones, apenas tienen un éxito fugaz. El que no pasa por aceptar que descarguen por unas horas la rabia por su marginalidad, que ya se les pasará.
Mientras, escuchan en los altavoces del sistema que hasta los terroristas que les perturbaron el sueño son amnistiados y volver a hacerlo, y que los que luchan para anularlos política y socialmente se abrazan felices, muertos de risa ante las perspectivas del Gobierno de todos que facilita dividirles y… abandonarles a su suerte imprevisible.