La meada nacionalista

EL MUNDO 08/08/15 – LUIS MARTÍNEZ

· Mear es ofensivo. Todo lo que tiene que ver con la expulsión más o menos desordenada de fluidos internos lo es. Sangre, semen, leche, lágrimas, babas… La ira, el placer, el aburrimiento, la demencia o el simple dolor son emociones (o padecimientos) cuya manifestación líquida, digámoslo así, nos exhibe ante los demás como los animales que somos. La furia, el sexo o el más íntimo instinto maternal nos convierten, de forma necesaria, en coloridos manantiales; en hijos del adorable niño Manneken Pis. Al fin y al cabo, la civilización y, de forma menos trágica, la educación consisten simplemente en controlar el esfínter, cualquiera de ellos.

Y a esto nos aplicamos con denuedo. Freud, siempre él, vio claro que en el hecho mismo de miccionar se escondía la propia posibilidad de ser lo que finalmente somos. Suena tremendo y, en realidad, son cosas de Prometeo. El titán, creador de seres humanos, trae al hombre el fuego que ha robado a los dioses. Y lo hace oculto en un bastón hueco, en una rama de hinojo. Y claro, eso para el vienés es casi una provocación. Hay una relación directa (o, mejor, inversa) entre el canuto fálico y las llamas; entre la meada y el mito. Los mongoles, nos recuerda el del diván, se prohíben a sí mismos expresamente orinar sobre las cenizas.

Todo esto a cuenta de la colocación y posterior retirada de unos mingitorios públicos junto al edificio del Centre Cultural del Born en Barcelona. En efecto, allí donde descansa la llama sagrada del nacionalismo cuatribarrado; en el sitio exacto en el que se exhiben los restos de la ciudad ultrajada por el primer Borbón; ahí mismo, no un poco más allá, alguien tuvo la desahogada idea de colocar una meadera en forma de urinario público. Tal cual. Y claro, tan elemental fluido sólo llama al desconcierto. Los mitos fundacionales, como todo lo inactual, lo cursi, lo anticuado, lo estéril o, como diría el catalán Dalí, «lo putrefacto», necesitan de una barrera contra todo aquello que recuerde su arbitrariedad, su pueril humanidad, su prometéica desnudez. Y nada tan corrosivo, y hasta revolucionario, como el dibujo de la estelada a punta de chorro.

Duchamp colocó del revés un modelo de mingitorio estándar de nombre Bedfordshire de la tienda JL Mott Iron Works e incendió los museos. Y el arte en general. Recuérdese, la obra que con el correr del tiempo fue señalada como la primera conceptual y la más influyente del siglo XX fue rechazada en 1917 por la Sociedad de Artistas Independientes. Y se la negó con la misma rotundidad con que las fuerzas del nacionalismo evitan mencionar en voz alta la palabra pis. Mear, en efecto, ofende.