ABC 24/08/17
IGNACIO CAMACHO
· El soberanismo ha logrado romper el lazo emocional con el que toda España se sintió vinculada en aquellos días mágicos
El éxito de los Juegos fue posible por el esfuerzo cooperativo de la municipalidad, la autonomía y el Estado. Un proyecto común en el que España puso el dinero, Barcelona el talento y Cataluña el respaldo social y el orgullo identitario. La fabulosa fiesta inaugural simbolizó el pacto cuando, mientras el Príncipe desfilaba como abanderado de España, sonó por la megafonía «El Segadors» al entrar el Rey en el estadio. En aquel tiempo Pujol –que ya cometía según su propia confesión delito fiscal– daba estabilidad al Gobierno y la Generalitat recibía cuantiosas inversiones a cambio. Había tensiones pero el modelo funcionaba, la sociedad progresaba y la independencia era sólo el delirio de un grupo de iluminados.
Desde entonces el autogobierno catalán ha recibido muchas más competencias y un Estatuto nuevo, de carácter cuasi confederal, impensable hace 25 años. Sin embargo su sistema político y sus instituciones, en vez de consolidarse, se han desestructurado. La mitología de la secesión ha destruido la cohesión interna y envuelto a la comunidad en un trastorno fanático. La dinámica burguesía que construyó el sueño olímpico se ha quedado sin interlocutores moderados. Y el independentismo ha conseguido romper el lazo emocional con el que toda la nación española se sintió vinculada en aquellos días mágicos. El triunfo psicológico de la propaganda secesionista consiste en haber quebrado aquel espíritu solidario.
Esa quiebra tiene muchos responsables, incluidos los Gobiernos que entregaron más y más concesiones al soberanismo por no ser estigmatizados. Cada cesión ha sido utilizada para profundizar en la construcción de un clima social excluyente y ensimismado, un ambiente de ruptura con toques de supremacismo xenófobo y dogmático. Las autoridades catalanas han acusado de ladrona a la España que sigue pagando la factura de su desvarío para evitar el colapso. La conmemoración de los Juegos se ha vuelto incómoda para los nacionalistas porque recuerda los frutos incontrovertibles de la colaboración del Estado; el contraste entre aquella época y ésta resulta demasiado antipático. En Cataluña nadie se reconoce culpable de este fracaso, pero si oyen a alguien imputárselo a los españoles hagan el favor de mandarlo al mismísimo carajo.