José María Ruiz Soroa-El Correo

  • Centrarse en la persona de las víctimas, sin mencionar la ideología de sus victimarios, ofrece un recuerdo funcional para la sociedad del ‘aquí se vive bien’

La memoria histórica no es sino la hermanastra de la verdadera historia, se ha dicho. Y es así porque no es historia, sino un recuerdo social y políticamente construido hoy mismo acerca del pasado, y por ello sujeto a los intereses y conveniencias de quienes lo construyen. «No del pasado auténtico, sino del pasado que les gustaría haber tenido», decía Nietzsche. Entre nosotros la memoria colectiva no la construye la sociedad misma, que prefiere casi unánimemente no recordar ni traer al presente un asunto lleno de picos y garras. La construyen las instituciones políticas, hegemonizadas por el nacionalismo vasco tanto en su Gobierno como en su oposición. Igual que en su momento el terrorismo de ETA se distinguió acusadamente de otros europeos por ser «un terrorismo nacionalista en una sociedad nacionalista» (Castells y Rivera), también su memoria estará peculiarmente forjada porque son nacionalistas vascos los que describen de manera estilizada la actuación pasada de otros nacionalistas vascos.

Ernest Renan hacía una observación sobre «los recuerdos compartidos que componen una nación» que es atinente traer a cuento: la memoria comunitaria compartida por los nacionales se compone tanto de recuerdos como de olvidos (el pasado glorioso y el pasado vergonzoso), por lo que puede también definirse una nación como «un conjunto de olvidos compartidos». Es un punto que no conviene perder de vista al leer este comentario. En la memoria nacional tanto pesa simbólicamente lo que se pone como lo que se omite.

El comentario versa, en concreto, sobre el artículo del lekendakari Pradales acerca de la que él llama «memoria democrática» del pasado vasco, una memoria que con toda buena intención considera prioritario construir «para la convivencia». Del texto de su artículo se deducen implícitamente los ejes de la memoria que el nacionalismo vasco edifica (lleva ya años haciéndolo), así como los de lo que se va a olvidar.

Primero: el 99% del texto está compuesto por una colección completísima (¿excesiva?) de las palabras políticamente bonitas que definirán esa memoria, faltaba más: no revanchista, crítica, integradora, comprometida con los derechos humanos, inclusiva, ética, con verdad, justa, libre, plural, empática, pedagógica, dialogada y así unos cuantos más. Perfecto, pero ¿qué es lo que se va a recordar?; es decir, no la forma sino la sustancia de la memoria.

Pues fundamentalmente -de nuevo el texto es prolijo- se trata de tomar a las víctimas y su sufrimiento injusto como nodo del relato. Todas las víctimas de vulneraciones de derechos humanos por toda violencia de motivación política. Y aquí se apunta ya una elección subliminal sobre el contenido de la memoria: centrarse en la persona de las víctimas, en sus iguales lágrimas, en su psicología dañada, pero sin mencionar apenas su contexto, su etiología, la causa de su victimación, la ideología de sus victimarios, su identidad. Este contenido está mencionado una sola vez en el texto, una sola vez, y de una forma tan genérica, abstracta, insípida y estilizada como la siguiente: «décadas de terrorismo y de violencia de motivación política». Eso es todo: el 1%.

Dejemos de lado ahora el tropo típico de la igualación de violencias, la terrorista y la reactiva al terrorismo, la idea acariciada siempre por el nacionalismo vasco de que hubo dos bandos. Porque como decía Joseba Arregi, violencia pudo haber variada, pero terror, lo que se dice terror, solo fue el de ETA.

Y vayamos a la sustancia, al «largo terrorismo» que cita Pradales. ¿Cuál terrorismo, de quién, por qué, para qué…?, se preguntaría un marciano al leerle. La memoria del terrorismo pasado, para que el relato sea inteligible, clama por su concreción histórica y esta, a su vez, por poner por delante que se trataba de un terrorismo nacionalista vasco, inspirado en las ideas más nucleares del fundador de ese movimiento y que perseguía unos fines políticos coincidentes con los de este. Ideas y fines que nunca han sido revisadas por el PNV, que juega con el pragmatismo del péndulo patriótico para no hacer su Bad Godesberg. Incluirlo sí sería una memoria «autocrítica», lehendakari. Hacerlo evanescente es una memoria complaciente.

Pero esta parte es la que parece que se ha optado por olvidar o soslayar como forma de contribuir a una memoria común cómoda («sanadora») para una sociedad que tampoco quiere recordar cómo se comportó cuando de verdad le tocó mostrar todos esos «valores modélicos» de que hoy alardea. Es la memoria funcional y utilitaria para la sociedad del ‘aquí se vive bien’. Pero le falta la verdad. Por mucho que a los que piensan así se les califique de «revanchistas».