Joseba Eceolaza-El Correo
- Dirigentes de Sortu homenajean a un condenado por el atentado de la casa cuartel de Zaragoza, pero no a sus once víctimas
Hay víctimas de ETA que jamás han contado lo que les pasó hasta que un periodista o una investigadora se han acercado con respeto a su testimonio. Escuchando muchas de esas vivencias ocultas bajo paladas de miedo he tenido siempre la sensación de que también algo en nosotros revivía, que aquellas personas señaladas y asesinadas volvían a la vida, aunque fuera por un momento, en un camino de retorno que va desde ese día oscuro en el que los mataron hasta la luz de nuestra memoria. Dar a conocer esos testimonios ha supuesto que entrara el aire de golpe. Por eso mismo no sabemos ya vivir sin hacer memoria.
Debe de haber alguna forma de que ese lamento no duela tanto, pero muchas veces los familiares no la encontraron. Carmen Belascoain, la madre del niño Alfredo Aguirre, asesinado por ETA en Pamplona en 1985, vive consumida por la pena. Fernando Altuna, hijo del policía Basilio Altuna, se suicidó en 2015. A los 35 años de un duelo que arrastró como si fuera una cuchilla abierta fue incapaz de soportar tanto vacío.
La condición de víctima no se hereda, pero el dolor sí. La violencia es un suceso que invierte la vida, provoca una nueva cuenta temporal. Se empiezan a contar los años vividos sin la persona asesinada. Por eso muchas víctimas, de alguna manera, conservan la edad del trauma. Su impacto en las víctimas y en la sociedad no desaparece como si nada. Y para poder superar esas heridas hay algunos condicionantes básicos que, hoy por hoy, no se están cumpliendo, porque quienes ejercieron con mayor intensidad el terrorismo plantean la superación de este trauma como un pulso político que ganar como sea. Pero la memoria, además de un gesto de solidaridad hacia atrás, es un acto moral.
Por eso, la asfixiante presencia de los perpetradores de ETA en listas electorales, en las fiestas o en el espacio urbano es un lastre para la convivencia. Recordamos para prevenir las ideas y los valores que hicieron posible la muerte, y en esa lógica, deslegitimar la violencia y las acciones de quienes la practicaron es una tarea elemental de la memoria. Este no es un debate de tipo formal. Una vez cumplida su pena de cárcel cabe el reproche moral ante un perpetrador que sigue orgulloso de lo hecho.
En el caso de ETA, por ejemplo, lo inédito no es defender la memoria particular y sentimental de un familiar que asesinó, lo inédito es difuminar en la conciencia colectiva la frontera entre el ejecutor y la víctima, y es ahí donde se ubica nuestra particular garantía de no repetición.
La violencia no solo es devastadora a nivel humano, también construye una estructura social (de modelos de pluralismo, por ejemplo) que es necesario reparar de alguna manera. En ese camino los perpetradores deben contribuir a la fijación de un nuevo significado de los derechos humanos y la convivencia, y la sociedad debe contribuir a que transiten ese camino. Y ello, más que unas palabras nuevas, exige unas actitudes, individuales pero también colectivas, que todavía están por venir.
La autocrítica te expone al juicio de los demás, pero es la única forma de promocionar otro espíritu de época. El perdón, o el reconocimiento del injusto daño causado, no solo tiene una dimensión íntima que conecta a la víctima con el victimario, tiene también una lógica social porque contribuye a la nueva vida que necesitamos. Esa perspectiva comunitaria del perdón supone la voluntad de restaurar socialmente el daño hecho a la sociedad.
La violencia embrutece a quien la ejerce, pero también a quien la defiende. Desde el mundo que hizo posible que ETA asesinara a más de 800 personas se plantea, a su vez, una memoria embrutecida. Se cuentan víctimas para hacer frente, no para aprender la lección. Así, las víctimas entran en el terreno de las matemáticas y no en el espacio de la moral. Por eso dirigentes de Sortu homenajean a Jacques Esnal, condenado por el atentado de la casa cuartel de Zaragoza, como si fuera una víctima de la crueldad del Estado pero no a sus 11 víctimas. La contabilización de víctimas solo forma parte del memorial de agravios. Se plantea una especie de rivalidad de daños que no hace mucho por reconstruir moralmente a la sociedad violentada.
La idea de que aquí hubo dos bandos igualmente mortíferos e igualmente responsables suelen usarla precisamente quienes más daño hicieron. Es una forma de autoinmunización ética. Pero si algo aprendimos tras la dictadura franquista es que poner en marcha un relato para neutralizar otro es devastador para las víctimas.
Josu Elespe nos contó en Lasarte, por primera vez, que a los dos días de matar a su padre alguien dejó un mensaje amenazante grabado en el contestador de casa. Que estos detalles de la crueldad con la que operaron nos duelan tanto ojalá sea la antesala de una buena gestión de la memoria. Porque ahora que la tarea es tan inmensa, el tiempo de la memoria les pertenece a las víctimas, no a los perpetradores.