Una Ley de Memoria sólo tendría sentido para decir «nunca más» y que la democracia española acoja a las víctimas de los dos bandos como propias. ¿Hacía falta una ley para derogar leyes franquistas expresamente suprimidas por la disposición derogatoria de la Constitución? Sólo para empeñados en la orwelliana tarea de derrocar a Franco y ganar la guerra civil con efecto retroactivo.
El 28 de julio de 2006, día en que el Gobierno aprobó el proyecto de Ley de Memoria Histórica cuya tramitación se desatascó la semana pasada, se cumplían 70 años desde que el primer gobierno franquista promulgó en Burgos el bando que declaraba inaugurada la guerra civil española.
En junio había cumplido medio siglo un documento extraordinario: «Existe en todas las capas sociales de nuestro país el deseo de terminar con la artificiosa división de los españoles en ‘rojos’ y ‘nacionales’, para sentirse ciudadanos de España, respetados en sus derechos, garantizados en su vida y libertad ». Era una declaración del Partido Comunista titulada ‘Por la reconciliación nacional, por una solución democrática y pacífica al problema de España’.
Llama la atención que durante todo este trajín de la memoria histórica a nadie le haya quedado una poca para festejar el cincuentenario de la primera declaración política solemne en la que alguien señala el camino de la transición a la democracia. El impulsor de aquella declaración del comité central fue su secretario general, Santiago Carrillo Solares. El 27 de octubre de 1977, Manuel Fraga Iribarne presentó una conferencia suya en el Club Siglo XXI. Uno no habló de Paracuellos y el otro no mentó a Grimau. Las dos Españas machadianas parecían definitivamente una en un curso político que estrenaba Parlamento y período constituyente.
En aquellos años, un director de este periódico tomó la decisión de no publicar las esquelas por los presos asesinados en las cárceles vascas y en los barcos prisión ‘Cabo Quilates’ y ‘Altuna Mendi’. Él había entendido en qué consistía la transición: en administrar prudente y conjuntamente la memoria y el olvido, indispensables ingredientes ambos de la vida en común; sin el primero, la convivencia no merece la pena; sin una cierta dosis del segundo, es materialmente imposible.
La transición no fue un empate entre el franquismo y la democracia. Los valores de la segunda se impusieron con toda claridad. La dictadura salió derrotada políticamente y deslegitimada socialmente. Tener un abuelo fusilado por la dictadura no ha sido baldón en los últimos 30 años, sino motivo de orgullo. El propio presidente del Gobierno ha hecho gala permanente de ser el nieto del capitán Rodríguez Lozano, fusilado el 18 de agosto de 1936. Con su testamento abrochó el discurso de investidura como presidente del Gobierno. Nunca ha recordado en público a su otro abuelo, el médico Faustino Zapatero Ballesteros, una excelente persona, según quienes lo conocieron, pero que era un hombre de la situación, por decirlo con lenguaje de la época franquista. La prueba evidente del prestigio de la resistencia a la dictadura es que hoy hay muchísimos más antifranquistas que el 20 de noviembre de 1975 y no sólo entre quienes no tenían edad para oponerse.
Si prestamos atención a los más rotundos defensores del ajuste de cuentas con el pasado podría parecer que la transición fue un ominoso pacto de silencio sobre el franquismo, una humillación y escarnio para sus víctimas y una mordaza para historiadores, escritores y periodistas. Nada más incierto. Desde la muerte de Franco se han publicado en España 19.000 libros sobre el franquismo y la guerra civil. También se aprobaron ocho leyes y tres decretos para resarcir a los represaliados por la dictadura, se indemnizó por las incautaciones y se crearon pensiones para los militares del Ejército republicano. Una comisión interministerial elaboró un informe en 2006, según el cual se ha compensado a 574.000 represaliados con 16.356 millones de euros (¿más de 2,7 billones de pesetas!) en concepto de pensiones e indemnizaciones.
Es posible que quedara alguien sin indemnizar. Es probable que haya que atender la demanda de exhumar los restos de los asesinados en aquella cruzada/epopeya de la libertad (táchese lo que no interese; no fue ni lo uno ni lo otro) para devolvérselos a sus familiares. También los de Paracuellos, que siguen en las mismas siete fosas en las que fueron enterrados, aunque debemos pensar si la foto de las calaveras alineadas (entre 2.000 y 4.000, según los cálculos más fiables) no va dejar pequeñas las célebres imágenes de las jaulas de Pol Pot.
Una Ley de Memoria sólo tendría sentido para decir «nunca más» y para que la democracia española acoja a las víctimas de los dos bandos como propias. ¿Hacía falta una ley para derogar leyes franquistas que habían sido expresamente suprimidas por la disposición derogatoria de la Constitución? Sólo para quien esté empeñado en la orwelliana tarea de derrocar a Franco y ganar la guerra civil con efecto retroactivo. Hay una asimetría al derogar lo derogado sin reafirmar las leyes que sí están vigentes y son interpretadas «con inteligencia», «según el contexto», o, si lo decimos por germanías, tal como suele el ministro de Justicia, «según lo aconseje la jugada».
Santiago González, EL CORREO, 15/10/2007