- El autor denuncia la manipulación a la que se somete a los ciudadanos en Cataluña para persuadirles de que imponer la inmersión beneficia a todos, y especialmente a los castellanohablantes.
En su célebre obra El queso y los gusanos, el historiador Carlo Ginzburg detalla cómo transcurrió el proceso inquisitorial que condujo a la hoguera al molinero friulano Domenico Scandella, en 1599. La obra es un monumento de ese subgénero historiográfico conocido como «microhistoria». La conservación de los expedientes del juicio da acceso a un universo fabuloso e ignoto: la visión del mundo de un testigo secundario del siglo XVI.
Las pruebas revelan que la cosmología de Menocchio, pues así se hacía llamar el molinero, se había formado mediante limitadas (y extravagantes) lecturas y la asimilación de remotas tradiciones orales. Sus creencias no procedían de una fuente unívoca: un libro, una teoría, o una tradición específica. Consistían en un legado aglutinado de ideas que había asimilado, con mayor o menor grado de pasividad, hasta configurar no una cultura, sino una mentalidad, concepto que Ginzburg define como: «lo que hay de común entre el César y el último soldado de sus legiones, entre San Luis y el campesino que labra sus tierras, entre Cristóbal Colón y el marinero de sus carabelas».
Me he acordado de Ginzburg y su teoría de las mentalidades estos días, mientras atendía con pasmo a quienes justificaban la supresión del castellano como lengua vehicular en la enseñanza. Entre ellos estaba Joan Mena, portavoz de Educación de En Comú Podem en el Congreso.
El gran éxito del nacionalismo ha sido imponer al soldado la mentalidad del César; persuadir a los castellanoparlantes de que la inmersión se imponía en su beneficio. Ya lo escribió Baudelaire: «la plus belle des ruses du Diable est de vous persuader qu’il n’existe pas!«, es decir: el mayor truco del Diablo es persuadirte de que no existe. El nacionalismo, consciente de que no podía sumarles a una cultura común, entendió que debía incorporarles a esa mentalidad que les hace celebrar su bautismo identitario.
La hoja de ruta del nacionalismo es clara: de la homogeneización étnico-lingüística a la unidad política
Ciudadanos comprometidos, como Ana Losada, Jorge Calero o Rafael Arenas han mostrado evidencia más que suficiente contra la moralidad y eficacia de la inmersión monolingüe, y sólo un terraplanista puede cerrarse a sus argumentos. Pero buena parte de la población catalana aún mantiene un sistema de creencias que, sin contar con fundamento empírico, se ve reforzado en los centros educativos, en los medios de comunicación, y en toda arista de la esfera pública gestionada por la administración autonómica; desde la más remota señal de tráfico, hasta el último tweet de Presidencia.
No merece la pena entrar a discutir la postura nacionalista respecto a la inmersión; ellos apenas ocultan que su fin es avanzar en el proceso de construcción nacional. Catalanizar al castellanoparlante es fundamental para la creación de un ethos que pueda autoproclamarse demos en un futuro no muy lejano.
La hoja de ruta del nacionalismo es clara: de la homogeneización étnico-lingüística a la unidad política, y de ahí a la independencia. La inmersión es un eslabón más de su proyecto de ingeniería social, como demuestran las circulares de la Consejería y las directrices de las propias escuelas.
Pero, para disimular la mercancía, ponen en circulación dogmas que cualquier observador objetivo sabe falsos: ni existe consenso social, ni el nivel de castellano de los alumnos catalanes es superior al de los demás españoles; o irrelevantes: poco importa que el número de padres que solicita más horas de castellano sea «reducido». No estamos hablando de la extraescolar de Kárate, sino de derechos fundamentales que, por definición, son irrevocables y no dependen del número de solicitudes.
El misterio radica en que compren este argumentario averiado precisamente quienes tendrían que combatirlo. Como demuestran Calero y Álvaro Choi en «Efectos de la inmersión lingüística sobre el alumnado castellanoparlante en Cataluña» (Fundación Europea Sociedad y Educación, 2019) la inmersión tiene unos claros perdedores, y la izquierda en Cataluña, lejos de protegerlos, los sentencia. Pero el problema, de nuevo, no es de maldad, sino de mentalidad.
Hay cosas que nunca he visto. Por ejemplo, a un madrileño llamar «inmigrante» a un catalán o a un andaluz
Hay personas cabales que realmente creen que la inmersión es un regalo que el nacionalismo hace a los castellanoparlantes; una idea tan disparatada como considerar que los europeos hicieron un favor a los indígenas americanos al evangelizarlos. Y así celebran que el castellano, su lengua materna, por muy oficial y mayoritaria que sea en Cataluña, siga siendo extranjera e insuficiente para labrarse un futuro allí. Aceptan el dictamen nacionalista de que el castellano es la lengua del fracaso, la que se habla en privado o en el pueblo con los abuelos.
El ascenso social habla catalán, y por eso los amos les hacen el favor de enseñárselo. Pueden estar seguros de que no exagero: en 2017, el propio Mena se refirió a la inmersión en sede parlamentaria como el «tesoro social» que permitía que «un hijo de dos andaluces tuviera las mismas oportunidades que los hijos de la burguesía catalana». A continuación, con la intención de demostrar que no existe adoctrinamiento en la escuela catalana, puso su caso como ejemplo -Mena estudió Filología Hispánica- y exclamó: «¡Esa es, señor Cantó, la adoctrinación (sic) en las escuelas catalanas!».
El argumento es frágil, pues serviría para negar el adoctrinamiento en la escuela franquista aludiendo al escrutinio de 1982. El adoctrinamiento no debe medirse por sus éxitos, sino por sus intenciones. Y la educación en Cataluña (¡no digamos los centros educativos!) se ha instrumentalizado para inseminar una noción de diferencia, de alteridad frente a lo español.
Desde Madrid, claro, no lo podemos entender. Aquí, como en toda gran ciudad, se ven cosas raras. Pero hay cosas que nunca he visto. Por ejemplo, a un madrileño llamar «inmigrante» -no digamos, colono- a un catalán o a un andaluz. Tampoco he visto nunca a un extremeño dar las gracias a «Madrid» por la formación recibida, ni he escuchado que nadie, venido de otras partes de España, sienta que ha contraído deuda alguna con esta Comunidad por los servicios recibidos. Sin embargo, recuerdo que en Cataluña hubo quien se refirió a los votantes de Ciudadanos como «personas que odian su país de acogida, en lugar de estarle agradecido».
Mena, como tantos otros, insiste a diario en que no es un desagradecido como ellos. Él, como sus correligionarios, sí se integraron: catalanizaron sus nombres y costumbres, arraigaron, se dejaron normalizar, y ahora pasan casi por catalanes de pura sangre. La xenofobia ambiental se hace evidente cuando alguien pone tanto esfuerzo en hacerse perdonar su origen. El soldado, arrodillado ante el César.
*** David Mejía es Teaching Fellow en la Universidad de Columbia y profesor asociado en IE University.