Ahora que sabemos que las mascarillas servían para taparse la cara de vergüenza, el caso Koldo ha sacado al escéptico que hay en mí.
Estoy seguro de que esto no va a afectar al Gobierno. Todo va a seguir más o menos igual, y el caso va a quedar diluido como un azucarillo en el gran café con leche de la polarización. Unos se lo tragarán, y los otros lo agitarán, y ahí quedará la cosa.
Pienso esto viendo el seguimiento que se está realizando del caso, y me es fácil imaginar cómo estará decantando la noticia en el lecho acuoso de los fieles, de esos a los que la ministra Montero aplaude por sudar la camiseta.
Yo era pequeño cuando se hablaba del señor X, pero algo me quedó de aquello. En prensa estaba el caso Filesa y el escándalo de los GAL. Siento tomar como ejemplo al señor González, pero eran sus portadas las que servían de espejo de príncipes a mi generación. No tuve que prestar demasiada atención para darme cuenta de que, en las ecuaciones complejas de la política, siempre hay una incógnita que no se despeja.
Que la vida siga adelante con tantas X sin despejar hace que me mueva como un funambulista por el mundo de la política.
Muchos han caído por el lado fácil de hacer enmiendas a la totalidad del sistema. «Todos son corruptos», «el sistema tiene la culpa», «la casta», «las oligarquías extractivas», y otras tantas fugas mentales que hablan de una derrota personal. Yo, sin embargo, estoy firmemente convencido de que el mal no triunfa nunca, aunque los malos tampoco se vayan nunca.
Otros muchos caen del otro lado, que es más cómodo, pero repugnantemente cínico. Ya que todos chupan del bote, ellos deciden hacer lo mismo. Se arriman al ascua que más calienta, se pegan al Ábalos de turno, y a ver lo que cae. Ya saben que les puede tocar hacer de Koldos útiles, y pagar ellos el pato, pero el riesgo les compensa.
Hay, sin embargo, otro tipo humano, y otra actitud que se salva en este cenagal.
Hace unos días coincidí con Álvaro Nieto y hablamos del tema cuando todavía no había explotado. En su expresión se podía ver el cansancio que deja haber llevado una investigación hasta el final, y que no pasase casi nada. Un par de portadas, algo de revuelo, y se acabó. Era algo parecido a la frustración de un soldado que gana batallas sabiendo que la guerra está perdida. Esa expresión que se ve en las fotografías de las largas hileras de soldados que volvían del frente en la Primera Guerra Mundial. Ellos sí que habían visto cosas que no podíamos imaginar. Parece ser que el que vuelve de primera fila guarda para sí una verdad incomunicable, un horror con el que solo se puede relacionar en pesadillas. Pues algo así sentía al escuchar a Nieto, y ahora me alegro por él.
No todo da igual y hay actitudes personales que salvan la miseria del sistema. Cuando veo a colegas de EL ESPAÑOL, como María Peral o Eduardo Ortega Socorro, publicar las últimas revelaciones del caso sin saber para qué servirá, pero con la conciencia del deber de contar la verdad, pienso que algo queda a salvo.
La guerra del final de los días no sabemos quién la ganará, pero que nadie nos quite la libertad de hablar sin mentira.
No escribimos para derrocar gobiernos, ni siquiera en la mayoría de los casos para convencer a nadie. No sabemos si este caso de corrupción se extenderá hacia arriba, o si el cortafuegos del aparato lo cortará antes de que llegue a X, a Y, o a Z. Lo que sí sabemos es que escribir sin mentira nos salva de caer en la miseria moral que a ninguno nos gusta.