Son gentes de menos de 40 años que se dedican a dividir a los españoles en buenos y en malos y alientan una dinámica del odio. Niegan legitimidad al Parlamento y apelan a la calle para justificar todo lo que hacen.
Su característica más notable es que denuncian la paja en el ojo ajeno pero jamás ven la viga en propio. Tienen un doble rasero por el que se arrogan la autoridad de dar lecciones a los demás sin aceptar jamás la crítica porque ellos se sitúan por encima del bien y del mal.
Otro de sus rasgos consiste en que tienen una visión maniquea de la historia de España porque no habían venido al mundo cuando murió Franco. Carecen de la memoria de mi generación, nacida en los años 50, que creció escuchando los horrores de la Guerra Civil y que conoció los abusos y la mediocridad de la dictadura del general que habitaba en El Pardo.
Les vendría bien saber que España es un país cainita con una sucesión de contiendas civiles desde el regreso de Fernando VII. El empeño de este rey felón fue asesinar a miles de liberales que habían contribuido con su lucha contra los franceses a restaurar su reinado.
El siglo XIX estuvo marcado por un enfrentamiento recurrente entre las dos Españas, que se prolongó en las primeras décadas del XX. La Guerra Civil que estalló en 1936 fue la inevitable consecuencia de ese odio cainita que existía entre la derecha y la izquierda.
Contaré por enésima vez que mi abuelo estuvo a punto de ser fusilado en la estación de ferrocarril de Miranda de Ebro por la inquina de un vecino, que le consideraba un peligroso republicano.
Tras su victoria, el general Franco practicó una represión implacable contra los vencidos, que acabaron en el exilio, en el paredón o en la cárcel. Fueron casi 40 años de dictadura sin partidos, sin prensa libre y sin libertad de reunión y expresión.
Es necesario recordar todas estas obviedades porque personas como Rufián se han convertido en vendedores de odio, que quieren provocar una nueva confrontación entre las dos Españas y que están empeñados en construir la ficción de que los problemas sólo se resuelven mediante el uso de la fuerza y la violencia en la calle.
En un mundo complejo, donde la política y el Estado son los únicos medios para frenar el poder de los mercados, Rufián y los suyos defienden soluciones simplistas, basadas en la creencia infantil de que los recursos públicos son ilimitados.
Me llama la atención también el furibundo nacionalismo de Rufián, hijo de padres andaluces y criado en Santa Coloma, que es dirigente de un partido como ERC, que está provocando una profunda fractura en la sociedad catalana y que defiende un nacionalismo excluyente, contrario a todos los ideales igualitarios de la izquierda.
Gabriel Rufián, que tiene hoy 34 años, expresa por igual odio y mala educación, no respeta a quien no piensa como él y se sitúa por encima de los demás, que, según su parecer, no tienen derecho a existir. La pregunta es qué educación ha recibido este perdonavidas para convertirse en un ser consumido por la intolerancia y el rencor. No puedo responder a esta cuestión, pero me temo que España empieza a estar llena de rufianes.