IGNACIO CAMACHO-ABC
- Mentir sobre la mentira es un arte que Sánchez pretende ahora sublimar mintiendo por encima de sus posibilidades
La mayor mentira de un mentiroso es negar que miente. De ahí la llamada ‘posverdad’, las ‘verdades alternativas’ y otros camuflajes modernos del embuste de toda la vida. Pedro Sánchez lleva una semana, empujado o convencido por sus guionistas, tratando de demostrar que su fama de camandulero es una injusticia, una etiqueta colgada sobre su figura por las manos enemigas que mecen la cuna de la industria comunicativa. Otra trola: si hay en España alguien o algo que controle los medios con clara hegemonía es el aparato de poder monclovita, cuyas terminales se extienden a la televisión, la prensa y los conglomerados empresariales que las dominan. Es el único presidente que ha cambiado un director de periódico al día siguiente de ser investido, como si fuese un ministro más de su equipo. El único que ha pretendido –en la pandemia– someter la circulación de noticias a un examen preventivo. El único que ha convertido su propio Gabinete en un laboratorio propagandístico.
Pero no nos distraigamos con señuelos. El discurso central de este tramo de la campaña sanchista gira en torno al falaz argumento de que el pueblo llama mentiras a simples cambios de criterio. En cualquier caso no pequeños: asuntos como el indulto a los líderes del ‘procés’, los acuerdos con Bildu o la promesa, formulada con porfiada insistencia, de no coaligarse con Podemos. Dejando aparte ocultaciones y patrañas puras, embelecos como las trucadas estadísticas de fallecimientos por Covid o los inexistentes comités de expertos, sucede que esas supuestas rectificaciones por razón de Estado constituyen flagrantes violaciones del contrato de palabra suscrito con los ciudadanos. No se trata de meros incumplimientos programáticos, sino de una mutación a posteriori del pliego de condiciones suscrito ante el electorado, y por tanto de una ruptura clave de las premisas morales de su mandato. Y aquel «no te preocupes« dicho a Junqueras en el Congreso revela más que sugiere un pacto previamente negociado. Es decir, un monumental, cínico, desahogado engaño.
Esas disquisiciones semánticas, artificios de ilusionismo epistémico para crédulos contumaces, no persuaden más que a quienes quieran dejarse convencer porque en el fondo ya estaban convencidos antes. Digamos que ofrecen un pretexto retórico a los que están deseando votarle sin sentir el remordimiento de un acto vergonzante. Para todos los demás, esa opinión pública que dice en las encuestas que le ha perdido la confianza por falsario, es una excusa de ventajista incurable, un sofisma de tahúr capaz de creer que siempre tiene a su alcance una posibilidad de escape, una nueva impostura, un último fraude, un disfraz ocasional con el que confundir a alguien. O quizá estemos la única manifestación verdadera de su natural carácter, el de un hombre que sólo resulta sincero cuando miente incluso por encima de sus posibilidades.