Don Fernando nació en Écija, hijo de andaluz y extremeña, toda la vida trabajó de pintor de brocha gorda y, aparte de casarse y tener tres hijos, dos varones y una chica que hace tiempo volaron del nido, no puede decirse que su vida haya sido nada del otro mundo. Su señora, Doña Roser, es catalana de las de no sé cuántas generaciones, modista, para más señas, muy seria y formal. Don Fernando siempre fue de Manolo Escobar, el Real Madrid, siesta y toros si quien lidiaba era Paco Camino; su señora, en cambio, era de Nuria Feliu, sardanas los domingos por la mañana y partidos del Barça por la tarde. Nada de eso enturbió jamás su matrimonio, llegando ambos a la jubilación en una perfecta armonía y sin otro quehacer que levantarse a la hora que les diese la gana, pasear, leer y estar el uno por el otro.
La cosa empezó a torcerse cuando el procéssacó la cabeza. Doña Roser y Don Fernando habían votado siempre a Pujol; ella, porque decía que era quien defendía mejor a Cataluña y a los catalanes; Don Fernando, porque aseguraba que era el único que sacaba cosas de Madrid, el único que sabía meter en cintura a los socialistas y, además, hablaba alemán. Sin saber nada de política, los dos veían TV3 porque, decía Don Fernando. «Hay que ver como habla esta gente el catalán». A él le daba un cierto pudor no confesado no saberse defender muy bien en la lengua de Pla y de Sagarra y con su señora solían hablar en castellano.
Con lo del procés, lo que son las cosas, un buen día, Don Fernando decidió que tenía que hablar en catalán. Qué menos ante los ataques de Madrid, pensó, y qué menos que agradecer a esta tierra que le hubiese permitido dejar de ser un muerto de hambre. También lo hizo un poco por complacer a su señora, no nos engañemos, porque la quería con esa pasión que solo entienden los que llevan toda una vida juntos, compartiendo penas y alegrías, atravesando el tornasolado devenir de los años con cariño y comprensión. Por eso, seguramente, Don Fernando también empezó a acudir a alguna que otra manifestación, siempre con su mujer al lado. El nunca se había significado en política, ni cuando Franco. Bastante tenía con trabajar catorce horas diarias para sacar su casa adelante. Pero ahora se veía con el deber moral de intentar corresponder a esa Cataluña que se lo había dado todo, a él, hijo de inmigrantes españoles.
Tampoco dormía la siesta, pues decía que los españoles eran unos gandules que trabajaban muy poco y sesteaban muchísimo
Doña Roser y él iban a un Casal que estaba por el barrio, ornado de esteladas, posters de Companys y de unos señores que le dijeron que eran unos tales hermanos Badía, con un bar donde los abuelos eran todos de armas tomar y pedían cortar cabezas mientras jugaban partidas de botifarra con naipes gastados y bebían ratafía. Uno de ellos le dijo que, ya puestos, por qué no se catalanizaba el nombre, y Don Fernando también asumió que se lo debía a Cataluña, así que pasó de la noche a la mañana a llamarse Ferrán. A partir de ahí todo fue coser y cantar. El Senyor Ferràn se hizo de la ANC, acudió a los partidos del Barça a gritar independencia en el minuto 17.14, colgó del balcón de su casa una estelada, no se perdía una manifestación separatista, votó el 1-O y, sin darse cuenta, se convirtió en otra persona. Poco o nada tenía que ver aquel Ferràn con el Fernando que pintaba paredes silbando el porompompero o piropeaba a su mujer con gracejo y salero. Se tornó malhumorado, serio, antipático. Un día se encontró a sí mismo insultando a un vecino de toda la vida que tenía una bandera española en la ventana. “Fill de puta, botifler, cabró, ves-te’n de Catalunya!”, gritó con la vena del cuello hinchada y el rostro congestionado. “Pero hombre, Fernando, ¿por qué te pones así?”, le dijo su vecino asombrado, a lo que el insultador le escupió un seco “Fernando no, ¡Ferràn!”.
Paso del tiempo
Al volver a su casa refirió el lance a su señora, orgulloso de haberle dicho cuatro verdades a aquel malagradecido que no era digno de vivir en Cataluña ni de llamarse a sí mismo catalán. Doña Roser lo miró entre complacida y asustada. Aquel no era su Fernando, desde luego. No le acaba de gustar del todo el nuevo Ferràn, tan agresivo, tan adusto, y es que la mujer, en el fondo, echaba de menos los piropos, las sevillanas que le escuchaba cantar mientras se afeitaba, las risas. Una nostalgia tristísima la embargó durante un instante. Pero en TV3 comenzaba la tertulia y ya se escuchaba vociferar a los comparecientes, cargados de odio. Ella y el Senyor Ferràn se acomodaron en el sofá. Colgada de la pared, encima del televisor, había una foto de cuando se casaron. Los novios los miraron desde la distancia que da el tiempo, sin reconocerse apenas en aquellos abuelos, y algo parecido a la congoja aleteó por la sala de estar de aquel catalán como tantos otros miles, ni peor ni mejor.