JUAN LUIS CEBRIÁN-EL PAÍS

  • La polarización y el enfrentamiento son agitados en países de Latinoamérica donde corrupción y desigualdad amenazan la convivencia pacífica y decenas de millones de personas viven en la pobreza

Decía Gabriel García Márquez que el escritor que más influyó en su carrera literaria fue Kafka. “La lectura de la primera línea de La metamorfosis me tumbó de la cama”. Aunque a lo mejor se tiró de ella al toparse entre las sábanas con el escarabajo en que se había convertido Gregorio Samsa.

Algo parecido le hubiera pasado de haber vivido ayer la jornada electoral nicaragüense. Nos deparó el repugnante espectáculo de ver a un presidente, antaño líder de la lucha patriótica contra la dictadura, convertido en un cruel tirano, propagador del odio entre sus ciudadanos y responsable de crímenes contra la humanidad. Sus decisiones se atribuyen además a la maléfica influencia de su consorte, que algunos consideran satánica hasta el punto de que la apodan la diablesa.

En 1985 viajé con Gabo y Fidel Castro a Managua para asistir a la toma de posesión como presidente de su país de Daniel Ortega, vencedor en las primeras elecciones celebradas tras el triunfo sandinista. La ciudad no se había recuperado aún del horrible terremoto padecido años antes y el acto se celebró al aire libre, en la plaza de la catedral. En la ceremonia, junto al nuevo mandatario y a todos los comandantes de la revolución, ocuparon sitiales de honor Fidel y el arzobispo de la capital, monseñor Vega. Entonces no comprendí hasta qué punto el actual dictador nicaragüense ya valoraba la religión y la magia como instrumentos de su acción política. Preferí no obstante dejarme engañar por su declaración formal de que respetaría el pluralismo político y el mantenimiento de un sistema económico mixto, que garantizara la presencia del Estado en sectores clave para la comunidad. Esa presencia pública ha sido usurpada ahora por los integrantes de su propia familia. Hasta el propio Castro, en el apogeo de su poder, trató entonces de presentarse como eventual moderador de radicalismos izquierdistas. En su discurso preconizó soluciones negociadas para la guerra civil salvadoreña, enfatizando que la crisis centroamericana merecía ser contemplada en el marco global de la región y en diálogo con los Estados Unidos.

La revolución sandinista puso fin a la sangrienta dictadura de Anastasio Somoza, a quien el propio presidente Roosevelt calificó como un auténtico hijo de puta. “Pero es nuestro hijo de puta”, añadió para explicar el apoyo de todo género que la Casa Blanca prestó a tan execrable individuo. Reagan también financió y armó la guerrilla antisandinista (la Contra), con el apoyo de narcotraficantes y delincuentes comunes. Tras algunos años de gobernación democrática en los que el sandinismo pasó a la oposición, Ortega volvió al poder democráticamente en 2007, apoyándose entre otras cosas en un expresidente de extrema derecha, al que indultó de sus delitos de corrupción, y con la bendición del cardenal Obando que santificó el matrimonio de la pareja gobernante, para la que promovió el apoyo de los sectores católicos a cambio de favores y dinero para el hijo de su secretaria. Ya nadie duda de que Ortega es hoy peor que el Somoza al que derrotó, aunque sus padres putativos no se encuentren en la Casa Blanca, sino con toda evidencia en el Kremlin y en Caracas.

La farsa electoral nicaragüense inaugura una serie de próximos comicios que han de determinar el inmediato futuro de América Latina en momentos de máxima confusión en gran parte del mundo. Elecciones presidenciales en Chile, inmerso además en un proceso constituyente; en Honduras; legislativas en Argentina; municipales y de gobiernos locales en la Venezuela de Maduro. Tras los cambios experimentados en Perú, que a duras penas sobrelleva una situación política caótica, y en Ecuador, donde la derecha conservadora desplazó la herencia de Correa, el proceso culminará con las presidenciales colombianas en la primavera del año que viene. El panorama se ensombrece además con las derivas autoritarias de México y Brasil, que experimentan también un crecimiento de la violencia. En el país azteca las promesas incumplidas de Andrés Manuel López Obrador contrastan con el aumento del poder de los cárteles de la droga. Bolsonaro protagoniza la peor imagen de una especie de neofascismo carioca. Su alocada gestión de la covid es responsable además de una tasa de mortalidad desmesurada.

La polarización y el enfrentamiento son agitados desde los partidos políticos mientras corrupción y desigualdad continúan siendo amenazas fundamentales para una convivencia pacífica. La mayoría de estos problemas no difieren mucho de los experimentados en otras latitudes, pero el desgaste de las democracias latinoamericanas, víctimas de la demagogia y el populismo, es un signo preocupante en países en los que decenas de millones de personas viven bajo el umbral de la pobreza.

Los estragos causados por la pandemia y los efectos económicos consecuencia de la misma aumentan las incertidumbres. La crisis migratoria ha empeorado también, alimentada por el éxodo de millones de venezolanos, de más de 100.000 nicaragüenses y de la huida de incontables haitianos. El país de estos últimos es un Estado fallido vandalizado por unas cuantas bandas armadas, sin legitimidad de origen ni de ejercicio por parte de su Gobierno. La situación de desorden y descontrol que está viviendo constituye además una amenaza para la seguridad nacional de la vecina República Dominicana, según reconoce su expresidente Leonel Fernández, que reclama una mayor sensibilidad de la comunidad internacional ante la situación haitiana. Pese a los nubarrones descritos, la antigua Española, donde Colón pisara por vez primera tierra americana, es uno de los países con mayor estabilidad política del área, junto a Uruguay, Costa Rica y Colombia.

Estas pesimistas descripciones contrastan por lo demás con muchas relevantes cualidades de los países de la región, a comenzar por la juventud de sus poblaciones; la competencia de sus elites intelectuales y profesionales; la excelencia de sus universidades y empresas; la potencia de sus medios de comunicación; la creatividad y protagonismo de su arte y su literatura; y la abundancia de sus recursos naturales. Pese a la extensión del iluminismo religioso o ideológico, existen en la mayoría de todos ellos las bases sobre las que construir una poderosa sociedad civil, moderna y desarrollada. Por eso merecen sus integrantes mejores y más estables instituciones, inmunes a las patologías políticas descritas. Y una mayor solidaridad por parte de la Europa democrática.

En medio de ese panorama es lamentable comprobar la disminución del prestigio y la influencia de nuestro país. Es notable el contagio demagógico entre muchos líderes que protagonizan la vida política a ambos lados del Atlántico. Las enfermedades infantiles de la izquierda y el pensamiento reaccionario de la derecha solo se avienen a consensuar el ejercicio de la voracidad por ambas partes. Pero la Historia de España y de América, mal que a muchos les pese, revelan una unidad de destino, de esfuerzos y objetivos comunes que no pueden ser desperdiciados. Por eso son tan censurables las complicidades de algunos sedicentes demócratas con la tiranía de Maduro; los silencios y prudencias a la hora de condenar el esperpento de Nicaragua o la débil solidaridad con las manifestaciones de protesta de la juventud cubana.

Escuché a Rodríguez Zapatero reclamar al Rey emérito, que tanto hizo por Iberoamérica y España, una explicación sobre los comportamientos de los que se le acusa. Esperemos entonces que el expresidente predique con su ejemplo y practique la transparencia que reclama a otros. Seguimos sin saber el significado de su intercambio de sonrisas con Maduro; el origen de los millones depositados en Suiza por su embajador en Caracas; los motivos del viaje de Delcy Rodríguez a Madrid, o las razones del multimillonario apoyo oficial a la compañía Plus Ultra. Conviene que alguien aclare todo esto, no vayamos a asustarnos al conocer que no solo el sandinismo es capaz de transformarse en el escarabajo de la democracia.