Guadalupe Sánchez-Vozpópuli
Ustedes son los fascistas, señor presidente. Y quien dice fascistas, dice comunistas. Porque el orden de los totalitarismos no altera el producto
Después de inocular y propagar el cáncer autoritario en la democracia venezolana, Podemos ha encontrado en el Partido Socialista el transmisor perfecto para que el tumor totalitario provoque metástasis en nuestras instituciones. Y el iluso de Pedro está encantado, porque no es consciente de que, para los morados, él y su partido no son más que unos tontos útiles, una piedra en medio del camino a la que rodear.
Pero a estas alturas de la película, pocos no ven ya que nuestro Gobierno no quiere ser sólo Gobierno. Las maniobras del Ejecutivo socialista para arrogarse las funciones de los poderes Legislativo y Judicial son bastante evidentes. Hace un par de días, tras retirarle el juez la condición de víctima en el caso Villarejo, Iglesias aludía a una conspiración de la “policía patriótica” de Rajoy contra él. Sánchez ha tirado del mismo argumento en el Congreso para justificar la purga que su ministro del Interior, Fernando Grande-Marlaska, está haciendo en las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado que investigan al Gobierno por las manifestaciones del 8-M a instancias de una magistrada. Y no sólo no disimulan, sino que intentan convencernos de la bondad intrínseca que implica su acción: lo hacen todo por nuestro bien, para librarnos de las garras de un peligroso fascismo que no respeta al Gobierno legítimo elegido por los españoles en las urnas. Se llenan la boca hablando de la lucha antifascista mientras esconden sus manos manchadas de aquello que aseguran estar combatiendo.
Separación de poderes
Fascista es purgar a quien se niega a obedecer una orden ilegal con la que se persigue interferir en una investigación judicial en curso que salpica al Gobierno. Fascista es no respetar la separación de poderes. Ustedes son los fascistas, señor presidente. Y quien dice fascistas, dice comunistas. Porque el orden de los totalitarismos no altera el producto.
El Gobierno ha aumentado de forma notable su poder a base de imposiciones arbitrarias y de dudosa legalidad a los ciudadanos y al resto de instituciones del Estado
La legitimidad de un sistema democrático no radica sólo en que gobiernen aquellos que hayan obtenido la mayoría tras un proceso electoral: requiere de unas instituciones independientes y neutrales, que contrapesen el poder del Ejecutivo. Un sistema al que muchos denominan poliarquía, o gobierno de muchos. Y si les digo qué es justo lo opuesto a la poliarquía, no me van a creer: la hegemonía. Sí, ese palabro del que tanto gusta nuestra izquierda, con el que han rellenado tesis doctorales y programas enteros de La Tuerka.
Con cada prórroga del estado de alarma se da un paso más hacia ese gobierno hegemónico con el que sueñan, en el que Ejecutivo, Legislativo y Judicial se aúnan en la persona del líder. Alguno no se ha enterado, o no se quiere enterar, de que llevamos más de dos meses en estado de alarma con motivo del coronavirus y que, a costa de éste, el Gobierno ha aumentado de forma notable su poder a base de imposiciones arbitrarias y de dudosa legalidad a los ciudadanos y al resto de instituciones del Estado. Que amparándose en la salud pública, el Gobierno tiene a los poderes Legislativo y Judicial en fuera de juego, silenciados, mientras se apropia de las instituciones para usarlas como plataforma de difusión de su narrativa.
Condena social y mediática
En el siglo XXI, las revoluciones políticas comienzan con una cuestión semántica, de cambio de lenguaje. Miren si no cómo se nos introduce por la vía legislativa un decreto para regular la ‘nueva normalidad’. Una de las consecuencias más inmediatas de esta perversión del lenguaje es que la verdad o la mentira pierden paulatinamente su tradicional significado: la condena social y mediática de las tropelías y delitos, ya sean violentos o no, ha dejado de manera progresiva de depender del acto o hecho cometido, para centrarse en las cualidades personales que conforman la identidad del autor o de la víctima, ya sea la raza, el sexo o la ideología. El “Me too”, el “Black lives matter” no son, por desgracia, lo que muchos quieren ver en ellos, sino tan sólo la cara amable con la que se presenta “el cambio”.
Nos enfrentamos a un cáncer que empieza en el plano discursivo pero que acaba necrosando los cimientos mismos de las democracias liberales. A pesar de que soy una optimista patológica, empiezo a pensar que nuestra sociedad no es consciente de a lo que se enfrenta, que prefiere confiar en homeópatas en lugar de someterse al tratamiento que podría sacarnos de ésta. Veremos.