Ignacio Camacho-ABC

  • Todos los ultras son indeseables pero el Frente Atlético tiene ya dos cadáveres en el armario. Reales, no figurados

Los aficionados al fútbol solemos decir que es la más importante de las cosas que no son importantes. Y a veces incluso de las que sí lo son, a tenor de su arraigo comunitario y de su capacidad para agitar sentimientos populares. Por eso espectáculos como el del derbi madrileño resultan especialmente lamentables en una sociedad cuyo avance en educación, civilidad y convivencia no puede dejar los estadios al margen como si se tratase de recintos habilitados para el desahogo de los salvajes. Un país donde está prohibido el acceso de los menores a la fiesta de toros se desacredita a sí mismo dejándolos contemplar esta clase de demostraciones tribales cuya frecuencia e impunidad les envían el mensaje de que el deporte o el juego son ámbitos extraterritoriales en los que las leyes no rigen ante el odio, el racismo y la barbarie. El fútbol quizá no sea la escuela ética de la que habló Camus, pero hay que evitar que se convierta en un campo de Agramante.

De todo lo que pasó el domingo, lo peor son las coartadas exculpatorias con que Simeone, los jugadores y algunos responsables del Atlético minimizaron la conducta de sus hinchas de cabecera, ese grupo de cafres orgullosos de su nutrido historial de violencia. Ya a lo largo de la semana previa, el club había contemporizado con las inaceptables convocatorias formuladas desde su periferia para acudir al campo con la cara cubierta y así poder insultar a los visitantes –especialmente al estigmatizado Vinicius– sin exponerse a las consecuencias. Pero acusar de provocación a Courtois y pedir que sancione al portero tras ser agredido es una simple y llana vileza, como la de aquella ignominiosa sentencia que encontró en la minifalda de una víctima de violación un atenuante de la condena. Ni siquiera debería ser necesario resaltar el rechazo de la mayoría del público; es lo que hace la gente decente obligada a soportar una vergüenza.

Existe desde hace mucho tiempo, antes en el Manzanares como ahora en el Metropolitano, una complicidad de los estamentos rojiblancos con su brigada de vándalos, normalizada, tolerada y hasta mimada como un amigable bastión de respaldo. Toda España pudo ver al entrenador y los capitanes del equipo negociando con los dirigentes encapuchados de una turba de nazis para implorarles el cese del escándalo, y luego la inaceptable deferencia de ir a saludarlos antes de retirarse al vestuario. Esa actitud entre contemporizadora, obsequiosa y cobarde ha provocado más de una tragedia en el fútbol sudamericano. Por antipático que sea el parangón, el Madrid y el Barcelona, entre otros clubes, expulsaron a sus respectivas bandas de maleantes –completas– y no sucedió nada salvo un ambiente mucho más limpio en el campo. El Atlético ya está tardando. Porque todos los ultras son indeseables pero esta gente tiene ya dos cadáveres en el armario. En sentido literal, no figurado.