Las películas del gran director Ingmar Bergman recibieron en tres ocasiones el Óscar a la mejor película de lengua no inglesa, otras varias fueron nominadas para premiar al mejor director y al mejor guion original.
He leído con interés una antología de sus escritos recientemente publicada: Las palabras nunca están ahí cuando las necesitas (Fulgencio Pimentel). Querría seleccionar unas pocas ideas extraídas de estas páginas.
Bergman destacaba de su madre que supiera escuchar, lo cual le permitía ganarse la confianza de aquellos que estaban a su alrededor y establecer un área verdaderamente común.
¿Pero y la mirada? Al director de cine y de teatro le importaba que con ella se tratase de penetrar la oscuridad. Creía que la mirada era el mejor medio de expresión del actor para que prendiera en la escena su vida interior; distinguía que la perfección interna, la sencillez y la concentración, aún siendo básicas, no lo son todo.
El director sueco adoraba hacer cine con los estados de ánimo, los ritmos y los personajes que llevaba dentro y que era relevantes para él:
«Yo soy cineasta, no escritor, el cine es mi medio de expresión, no la palabra escrita». Él iba más allá de las palabras.
Entendía que el cine era su método para hablar con sus semejantes, pero también para penetrar en realidades fuera de la realidad, en mundos hasta entonces invisibles para él.
Por esto, veía el cine como imbatible para retratar al ser humano: «una posibilidad única para la investigación y el conocimiento», agregaba. Además, insistía en la idea de que el verdadero artista conversa con su corazón.
En 1976, aún no tenía los sesenta años de edad (nació en 1918), concluyó una conferencia con unas líneas magistrales que entiendo provechoso reproducir completas.
Expresaba temor acerca del empobrecimiento de los sentimientos, del silencio de la gente, de sus sufrimientos secretos ocultos; lamentablemente, tres características que, medio siglo después, siguen predominando entre nosotros, entre el público:
«Quiero creer que ese es el objetivo más importante del cine. Quiero que el cine sea un espejo en el que las personas se descubran a sí mismas y entre sí. Quiero que esclarezca los sentimientos más recónditos, precisamente los sentimientos que las fuerzas más poderosas de nuestras sociedades niegan de manera tan irreflexiva.
Por último, la sociedad no es una abstracción colectiva, se compone de personas. Y cada persona tiene sueños, deseos y necesidades. Cada persona tiene un corazón. Es más necesario que nunca que el artista converse con su corazón para entender el idioma secreto, tan difícil de descifrar, que hablan los otros afligidos, nostálgicos y palpitantes corazones. Ese es el derecho del artista, pero también su deber».
Esta reivindicación de su vocación cinematográfica la pronunció hace cincuenta años: reclamaba que el cine fuese un espejo en el que poder descubrirse a uno mismo y también a los demás. Y sea posible, de este modo, esclarecer los sentimientos que gentes poderosas prefieran negar por sistema. Asimismo, al reconocer que la humanidad está compuesta por personas portadoras de sueños, deseos y necesidades, el artista tiene el deber de conversar con su corazón y poder descifrar las aflicciones de los corazones de cada uno de los seres humanos.
No dudo de que, aprovechando los mejores recursos del arte cinematográfico, convendría expandir estas ideas para hacernos mejores: más sensibles, más completos, más integradores.