HERMANN TERTSCH-ABC

El secuestro de la verdad histórica siempre tiene un fin totalitario

ES este año presente rico en efemérides para lecciones de la historia. Cierto es que el «adanismo» y la falta de lectura de nuestras nuevas generaciones de políticos hacen difícil que las lecciones cundan. No es menos cierto que pocas lecciones se pueden extraer del pasado si este es sistemáticamente falseado y se impone oficialmente la mentira. Porque otra vez se quiere utilizar aquí en España la historia o su caricatura y manipulación más grotesca como instrumento de poder político y agresión a los discrepantes. La nueva ofensiva de la izquierda española con su inveterada vocación totalitaria que representa el aberrante proyecto de Ley de la Reforma de la Ley de Memoria Histórica va a tener respuesta. Es de esperar que sea un clamor de españoles que exigen honradez, verdad y libertad y que ya se va a plasmar en el Manifiesto por la Historia y la Libertad que será presentado mañana en Madrid, firmado ya por centenares de intelectuales y profesionales. Espero que se unan millones. Para llamar a los españoles a la resistencia frente a los intentos de decretar por ley y con amenazas de cárcel e inhabilitación la prohibición de la verdad y la imposición de la mentira. La historia es sabiduría para el ser humano. Con la mirada limpia y voluntad de veracidad y honradez en establecer e interpretar los hechos del pasado.

Hay historia común cuajada de verdades útiles para todos. Sin instrumentalización para la lucha política ni odio. Hace 80 años, el 12 de marzo de 1938, veinte años después del final de la Primera Guerra Mundial y un año tan solo antes de que comenzara la Segunda, Adolfo Hitler regresaba triunfante a su patria de origen, Austria, para hacerla desaparecer y convertirla en una región del Imperio alemán. Entre fanfarrias y con las carreteras flanqueadas por masas jubilosas con banderas con la esvástica. Dos años antes todo el mundo había acudido feliz a los Juegos Olímpicos de Berlín y se elogió a la nueva Alemania hitleriana con todos los epítetos más entusiastas. Para entonces llevaban dos años en vigor las leyes de Nuremberg que convertían a los judíos en individuos sin derechos civiles. No fue impedimento. Meses después de entrar en Austria, Londres y Francia daban permiso a Hitler para devorar Checoslovaquia. Un año después Hitler y Stalin se repartían Polonia. ¡Ay, el apaciguamiento! ¡Cuán actuales son los intentos de saciar al insaciable!

Y todo eso pasó porque antes, cuando hace cien años acabó la colosal carnicería de la Gran Guerra, junto a la resurrección de un gran estado nación, Polonia, se creaban unos estados artificiales, Checoslovaquia y Yugoslavia, que los vencedores de la guerra se inventaron para enterrar a un gigante derrotado el Imperio Austro Húngaro. Junto a esos estados surgía otro, pequeño, pobre, amorfo y derrotado que era Austria. Que se veía tan incapaz que ya en 1918 pidió unirse a Alemania. Y los vencedores no le dejaron. Paradójicamente hoy es Austria el único de los artificios surgidos de los escombros del Imperio que subsiste. El imperio había condenado medio siglo antes de morir cuando Francisco José se avino a romper la igualdad ante la ley de todos los pueblos integrantes con el llamado «Ausgleich» en 1867. El trato privilegiado a los húngaros sembró el odio del agravio que llevaría al asesinato en Sarajevo de Francisco Ferdinando. Que era, sangrienta ironía, la gran esperanza de los eslavos para una recentralización del poder en Viena. También aquí pueden hacer deducciones los gobernantes españoles que coquetean con otorgar derechos especiales a partes del Reino de España. Precisamente porque la historia nos revela formas de evitar que nos atropellen los errores similares, hay tantos interesados en quitarnos las defensas arrebatándonos el derecho a conocer la verdad de nuestro pasado.