Ignacio Camacho-ABC
- El cartel de «Patria» enfoca el terrorismo con mirada oblicua. La novela en absoluto equipara a verdugos y víctimas
«Patria» no es de ninguna manera una novela equidistante. Si tiene algún defecto es, primero, que resulta demasiado larga, y segundo que aborda el terrorismo vasco desde un enfoque tribal, endogámico, como una manifestación de odio cainita y mafioso en la que falta el componente de desafío totalitario, de estrategia planificada de chantaje contra el Estado democrático. Su gran valor narrativo es la reconstrucción de ese ambiente de opresión aplastante, densa, irrespirable, que se vivía y aún se vive en los pueblos del «Euskadi profundo» donde ETA asentó su tiranía social a base de intimidación, amenaza y sangre. De su lectura se sale amargado, deprimido, con una mezcla de desolación y de ira, pero en ningún caso con la impresióno la sospecha de que esa terrible historia ponga en un plano siquiera aproximado la crueldad de los verdugos y el sufrimiento de las víctimas.
Por eso el cartel de la serie de HBO le hace un flaco favor que el propio Aramburu ha denunciado: para quien no la haya leído ofrece una impresión errónea de sesgo injusto o falso. Si los publicistas pretendían beneficiarse de una polémica, se les fue la mano; al convertir la tragedia en espectáculo han despertado la nefasta cultura de la cancelación en unas redes sociales sobrepobladas de linchadores espontáneos que, sin que la producción televisiva se haya siquiera estrenado, extienden sobre la novela la sombra irreal de un prejuicio sectario.
El problema es que tal vez no se trate de un error, sino de una distorsión de conceptos. Las imágenes del afiche -una mujer junto a su marido agonizante en un atentado, de una parte, y de otra un detenido torturado en unas dependencias policiales- pertenecen a episodios que efectivamente aparecen en el texto, pero el pasquín les otorga una importancia similar que no se corresponde con la referencia original ni de lejos. Sucede que HBO es una multinacional americana y ha reflejado la visión superficial del drama terrorista que han divulgado muchos medios extranjeros. Una mirada oblicua que sí equipara la violencia de los «activistas» y «guerrilleros» nacionalistas con la respuesta tutelada por las leyes del Estado de Derecho, y que sugiere la existencia de una suerte de guerra civil ignorando que sólo un bando ha puesto los muertos.
Ese cartel es, en suma, un triunfo de la propaganda y un fracaso de la pedagogía. Y en su trivial esquematismo simboliza la derrota moral de las víctimas y de la resistencia constitucionalista. La democracia española no ha logrado exportar la dimensión siniestra de la agresión etarra contra la convivencia entre los ciudadanos de un país moderno sometido al chantaje de un delirio fanático. Poco puede extrañarnos cuando también ha abandonado de puertas adentro la iniciativa del relato y permite que la memoria del holocausto se disuelva en la borrosa, acomodaticia perspectiva de un «conflicto» lejano.