Gaizka Fernández Soldevilla-El Correo

Los terroristas fueron los máximos responsables de sus crímenes. Quienes les dieron cobertura intelectual tuvieron un papel clave

En 1971 Gisèle Halimi publicó la obra ‘Le procés de Burgos’. Llevaba un prólogo de Jean-Paul Sartre, en el que se mezclaba la doctrina de Sabino Arana, el ultranacionalismo de ETA, el antimperialismo, un marxismo ‘sui generis’ y una combinación de prejuicios e ignorancia. Euskadi era presentada como una colonia conquistada y expoliada por una metrópoli extranjera, la de «los españoles», que la estaban sometiendo a un genocidio. El filósofo francés abogaba a favor de la independencia y el socialismo por medio de «la lucha armada», es decir, ETA. No es de extrañar que la organización saludase con alborozo aquel texto. Durante mucho tiempo le serviría para legitimar sus atentados ante el público internacional.

Después de más de 850 víctimas mortales y 2.600 heridos, cabe preguntarse si Sartre era consciente de lo que estaba haciendo. Tal vez podría alegarse que hasta entonces ETA ‘solo’ había cometido tres asesinatos y que lo había hecho en plena dictadura, un régimen represivo e ilegítimo. Sin embargo, este pensador no era un ingenuo: su tendencia a apoyar a quienes empuñaban las armas venía de lejos y las consecuencias jamás le habían importado. Baste recordar que en 1961 ya había prologado ‘Los condenados de la tierra’, de Frantz Fanon, un libro que influyó crucialmente en la tercera oleada de terrorismo.

Sartre fue el más claro exponente del grupo de intelectuales que desde finales de la II Guerra Mundial mostraron públicamente su fascinación por la violencia política en Francia, aunque la moda se acabó extendiendo a todo Occidente (España incluida). Primero defendieron a Stalin y las dictaduras de corte soviético. Luego se solidarizaron con movimientos anticoloniales como el argelino Frente de Liberación Nacional. Finalmente aplaudieron los atentados terroristas.

¿Cómo fue posible que artistas, novelistas, ensayistas, periodistas y profesores universitarios, a menudo brillantes, quedaran hechizados por la ‘lucha armada’​? En primer lugar, los laureles que el Ejército Rojo había obtenido al derrotar al III Reich deslumbraron a un amplio sector de la ‘intelligentsia’. El totalitarismo nazi quedó desprestigiado, pero ocurrió lo contrario con el estalinista. Que el fin revolucionario justificaba los medios se convirtió en dogma de fe.

El segundo factor que explica el fenómeno fue la extrema polarización ideológica que propició la Guerra Fría. En tal coyuntura, los intelectuales inconformistas que residían en el bloque soviético debían callar o afrontar el castigo, pero los que vivían en los países occidentales podían pontificar contra el capitalismo y la democracia desde el bienestar que les proporcionaba el primero y la libertad de opinión que les garantizaba la segunda. Además, las matanzas se cometían a una distancia razonable de su hogar. Las víctimas no eran seres humanos con vida, familia, amigos y sueños, sino nombres en el periódico. Por último, gracias a la propaganda, estos pensadores tenían una imagen idealizada de los perpetradores. De cerca, los mitos se habrían desvanecido. Resulta sintomático que cuando Sartre visitó en la cárcel a los líderes de la banda terrorista alemana RAF se llevó tal decepción que comentó sobre Andreas Baader: «¡Qué gilipollas, este Baader!».

El mejor análisis sobre dicho colectivo lo realizó el historiador Tony Judt. En sus palabras, tales autores «admiraban a Stalin no a pesar de sus defectos, sino a causa de ellos. Fue mientras asesinaba a la gente a escala industrial, mientras los ‘juicios-espectáculo’ mostraban la cara más macabra del comunismo soviético, cuando estos hombres y mujeres que estaban fuera del alcance de Stalin se sintieron más seducidos por el hombre y su culto». Ocurrió lo mismo con todas las violencias por las que se entusiasmaron.

Por supuesto, hubo excepciones. Una de las más notables fue Albert Camus, Premio Nobel de Literatura en 1957, que criticó abiertamente el totalitarismo, se puso al servicio de quienes «padecían» la historia y defendió la vida de cualquier ser humano. Desde su punto de vista, sacrificar a una sola víctima en el altar del progreso no significaba avanzar hacia la utopía, sino justificar nuevas víctimas en el futuro. «En política», sentenció, «son los medios los que deben justificar el fin». Sartre nunca se lo perdonó.

Los terroristas fueron los máximos responsables de la tragedia, pero sería simplista considerarlos los únicos responsables. Aunque la sangre no les salpicara, quienes les dieron cobertura intelectual tuvieron un papel clave. Por eso es tan importante comprender los mecanismos que llevan de las palabras de odio a los hechos violentos. Solo así estaremos preparados si regresan sus cantos de sirena.