Ignacio Camacho-ABC

  • El Dúo Dinámico forma parte de la memoria sentimental del país entero. Cultura de masas en el pleno sentido del término

A principios de los años setenta, el Dúo Dinámico decidió retirarse ante la pujanza de la canción protesta. Manolo y Ramón habían puesto la banda sonora a la juventud del final del franquismo con un pop amable y sin estridencias que Garci metió en «Asignatura pendiente» como testimonio de la memoria sentimental de aquella época, y de repente dejaron de estar de moda en una sociedad envuelta en la aventura colectiva de una etapa nueva. Volvieron cuando la recién nacida democracia se aburrió de los cantautores y se pasaron más de cinco décadas en la carretera, hasta el umbral de los ochenta (los suyos, los de la pareja). Habían ganado Eurovisión como compositores –TVE estaba dispuesta a sacarlos a cantar el `La la la´ si fallaba Massiel–; habían puesto música y letra a varios éxitos de Julio Iglesias y todavía en el octavo piso de la existencia vieron cómo aquel `Resistiré´ de Carlos Toro se convertía en espontáneo himno de autoayuda durante la pandemia.

Cuando empezaron estaba casi todo por renovar en la música española, aún dominada por el imperio de la copla. Ellos tomaron elementos de aquí y de allá, picotearon el jazz, el twist, las baladas latinas y muchas otras cosas hasta dar con una línea propia que los llevó a la gloria. Ese estilo que hoy suena a arqueología melódica, con su romanticismo elemental y su simpleza de notas, fue para un par de generaciones una especie de tendencia sociológica. Disfrutaron el privilegio de ser conocidos por sus nombres de pila y como productores o letristas colaboraron con figuras como Nino Bravo o Camilo Sesto desde las bambalinas. Su longevidad artística no se ha basado sólo en la nostalgia sino en un dinamismo de verdad, una frescura sencilla, un espíritu de resiliencia, como se dice ahora, de vitalidad adaptadiza: una manera de ser cercana, divertida, y un lenguaje musical asequible para todos los miembros de una familia. De abuelos a nietos, de madres a hijas.

De algún modo fueron nuestros Simon & Garfunkel; menos profundos y más premodernos pero capaces de crear un espacio emocional con suficiente peso específico para permanecer en el acervo de afectos de un país entero gracias a ese tono transversal, suave, apolítico, cotidiano, benévolo, y a sus ritmos ligeros de pegadiza facilidad para el tarareo. En la intrahistoria del último medio siglo en España hay un lugar para ese dúo simbiótico que Manuel de la Calva ha abandonado en el silencio discreto con que se mueren los hombres de temple sereno. De su huella humana habla el cariñoso homenaje de sus compañeros; de su impronta popular, el relieve necrológico de los medios. Arcusa y él formaron parte de la cultura de masas en el pleno sentido del término: un respeto para ellos y para quienes los gozaron, los cantaron y los sintieron como patrimonio inmaterial de sus intransferibles recuerdos.