Ignacio Varela-El Confidencial
- Pedro Sánchez no solo ha impedido la presencia del Rey en Barcelona en la tradicional entrega de despachos a los nuevos jueces y fiscales. Además, ha querido que se sepa
Pedro Sánchez no solo ha impedido la presencia del Rey en Barcelona en la tradicional entrega de despachos a los nuevos jueces y fiscales. Además, ha querido que se sepa. Si es un asunto serio que el presidente del Gobierno prohíba al Rey acudir a un acto oficial que entra de lleno en la función constitucional del jefe del Estado, aún más inquietante resulta que se busque asegurar la publicidad de la interdicción. Aun en el supuesto de que existieran poderosas razones para la insólita decisión, había muchas formas de resolverlo sin necesidad de humillar públicamente al Rey y al poder judicial. Salvo que el vilipendio de ambos sea una de las condiciones del trato político que, probablemente, está detrás de este atropello.
Con este Gobierno, están pasando demasiadas cosas por primera vez, casi todas ellas altamente insalubres. Es cierto que, según la Constitución, los actos del Rey deben ser refrendados por el Gobierno. Pero no hay un solo precedente, en 40 años, de que un presidente del Gobierno anterior haya irrumpido en la agenda oficial del jefe del Estado negándole abruptamente el permiso para asistir a un acto protocolario de gran relevancia institucional.
El disturbio que esto crea en las relaciones entre los poderes del Estado exige que la decisión esté profundamente meditada y sólidamente fundada. No es el caso. No se explican ni se explicarán las razones de Sánchez para vetar el viaje del Rey a Barcelona porque, si se conocieran, el escándalo sería aún mayor. Ninguna de ellas tiene que ver con la razón de Estado, sino con las conveniencias tácticas del juego político monclovita.
La situación en Cataluña es delicada, cierto, pero este Rey ha acudido allí en circunstancias mucho más peliagudas —recuérdese el 27 de agosto de 2017—, como lo hizo su padre en el País Vasco. El presidente (José Antonio Zarzalejos ha explicado el carácter personalísimo de la decisión y el modo terminante en que se comunicó) no busca proteger al Rey de los supuestos riesgos de adentrarse en territorio comanche. Más bien pretende preservar sus propios convenios políticos con los jefes comanches. Si se quiere proteger al jefe del Estado, no hay mejor forma de hacerlo que defender a capa y espada su presencia en todos los territorios de España. Lo otro es asumir el discurso de los independentistas, que tratan de hacer incompatible la figura de Felipe VI con Cataluña.
El telón de fondo de esta extralimitación institucional es la irrefrenable vis expansiva de este Gobierno —singularmente, de Su Persona— respecto a los demás poderes del Estado. Sánchez lleva dos años largos cortando las alas al Parlamento, legislando sistemáticamente por decreto-ley. No ha cesado de intentar someter la Justicia a los intereses políticos de su Gobierno. Y su relación con la jefatura del Estado ha sido cualquier cosa menos respetuosa. Ahora, ha querido hacer visible que el Rey carece de autonomía incluso para desarrollar su agenda institucional. Que depende de él para todo.
El reinado de Felipe VI viene siendo un calvario. Desde 2014, ha pasado por dos crisis económicas brutales, cinco años de parálisis política, cuatro elecciones generales y varias investiduras fallidas, problemas gravísimos provocados por su propia familia para descrédito de la institución, la presencia en el Congreso de un centenar de diputados hostiles a la Constitución, la sublevación en Cataluña y, ahora, una pandemia asesina que tiene a la sociedad aterrorizada y que ha hecho trizas la imagen de España.
En todos esos trances, el Rey ha interpretado su función constitucional de forma impecable. Quizá porque, a diferencia de la mayoría de los dirigentes políticos, él sí ha estudiado a fondo la Constitución. Quizá porque se la cree. Y quizá porque lo adiestraron desde niño para ese trabajo. En este momento de España, el Rey es, junto al poder judicial, el principal dique interno de contención de la ofensiva de liquidación del Estado de las fuerzas destituyentes (el dique exterior, aún más salvador, es la Unión Europea).
Además, el Rey se encuentra con un Gobierno vocacionalmente desleal, dirigido por un político desaprensivo, coaligado a su vez con un enemigo jurado del régimen constitucional —y de la Corona en particular— y aliado con una colección de partidos que promueven abiertamente la desintegración del país, y con una oposición echada al monte. En ese contexto —el peor desde que existe democracia en España—, tiene que mantener la integridad de su función constitucional y respetar los límites de su cargo, aunque ese respeto no sea correspondido desde el Ejecutivo.
Felipe VI ha demostrado que es, de lejos, el mejor político de su generación. Lo que no es muy difícil, teniendo en cuenta el nivel ínfimo de una camada de dirigentes que aprendieron todo lo peor de sus mayores y nada de lo bueno. Aun si mañana se declarara la tercera república, no se ve, entre los políticos en activo, a nadie más competente para ejercer con solvencia la jefatura del Estado que el ciudadano Borbón, como lo llama Garzón.
Lo que ha hecho Sánchez contiene una lectura perversa del refrendo gubernamental (una figura que enuncia la Constitución pero que nadie se ha ocupado de desarrollar legalmente). Una cosa es que el Gobierno refrende los actos del Rey para que estos tengan validez y otra que lo convierta en un instrumento de su estrategia y de su política de alianzas. Sánchez es muy libre de buscar sus apoyos parlamentarios donde desee, pero no de poner la agenda del jefe del Estado al servicio de ese propósito.
El daño es mayor por los elementos simbólicos que concurren en este caso. Un acto solemne del poder judicial, presidido por el jefe del Estado y celebrado en Cataluña. Cortocircuitar eso para entregar una prenda a los aliados tiene efectos muy peligrosos y sienta un precedente nefasto. En lugar de ayudar a normalizar la relación del Rey con Cataluña, lo confina en una esquina como un elemento infeccioso. De paso, desaira y desafía a los jueces. Lesmes tendrá que hacer un gran esfuerzo de disciplina para contener la expresión colectiva de malestar por una ofensa que jamás debió perpetrarse.
Como dice Ignacio Camacho, algunos ingenuos aún creen estar ante un simple debate de Presupuestos.