El Correo-JUAN JOSÉ SOLOZÁBAL Catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad Autónoma de Madrid
Estas últimas fechas han sido propicias para reflexionar sobre la figura institucional de nuestro Monarca, Felipe VI. Y lo primero que llama la atención es su paradójica fragilidad. Cierto, se trata de la autoridad superior del Estado, pues ocupa su jefatura. Como es sabido, la Constitución atribuye al Rey funciones de gran relieve –la representación de la unidad y permanencia del Estado– y le declara inviolable, que es un adjetivo de significación algo indescifrable, pero que querrá decir en todo caso inatacable, no solo judicialmente hablando, y merecedor de la protección más alta. Si no recuerdo mal, solo los derechos fundamentales y la sede de las Cortes son también inviolables para nuestra Ley Suprema.
Pero la posición constitucional, en el plano normativo, del Monarca no se corresponde siempre con la realidad. O, dicho de otro modo, su preeminencia puede ser solo aparente o formal. En efecto, hace unos meses conocimos un fallo del Tribunal de Derechos Humanos de Estrasburgo que resolvía inauditamente que la inviolabilidad del Monarca cedía ante la libertad de expresión de quienes quemaban unos retratos del Rey. De otro lado, desde el día 3 de octubre del año pasado, y esta vez por parte del independentismo catalán, hemos escuchado descalificaciones muy gruesas contra él debido a su discurso en relación con los sucesos de aquellos meses, reputado impropio de un Rey constitucional, y que habría alterado gravemente su debida posición de imparcialidad al implicarse activamente en el conflicto político.
Así pues, y esto es sobre lo que quiero llamar la atención, al menos en los dos casos referidos el Rey no recibe protección. En el plano jurídico, pues la sentencia del Tribunal de Derechos Humanos ignoró de forma manifiesta que el ordenamiento español considera inviolable al Monarca, protección que bien puede considerarse un rasgo de la identidad constitucional que el Derecho europeo asegura a los países de la Unión y que podría tener alcance penal.
Desde otra óptica, el desvalimiento del Rey, ahora en el plano político, es asimismo clamoroso, pues no es concebible que el jefe del Estado replique las acusaciones de parcialidad y exorbitancia constitucional. El Monarca no es un sujeto político más del juego partidista, con una posición ideológica propia, o que defienda intereses particulares, legítimos pero exclusivos, y que pueda intervenir en una controversia como si fuera un representante de los ciudadanos que en una polémica pretenda imponer sus tesis o puntos de vista. Si el Rey, aun para defender la escrupulosidad de su conducta, bajase a la cancha política y participase en el debate, quedaría inhabilitado para desempeñar su rol de representante de la unidad del Estado y garante de su permanencia.
¿Quién le defiende entonces, si no puede hacerlo él mismo? La justificación del Monarca depende exclusivamente de su capacidad para aparecer ante la opinión pública como un Rey constitucional.
Su dependencia constitucional debe entenderse correctamente. Nuestro Rey, como no deja él mismo de reconocer en multitud de ocasiones, y queda constatado en muchos de sus discursos y apariciones, se proclama como Monarca constitucional, pues la Corona es un órgano del Estado establecido en la Constitución y está regulado y limitado por la Norma Fundamental. La Monarquía, por tanto, no es una institución fuera de la Constitución y forma parte del Estado mientras la Carta Magna lo consienta. De modo que su remoción, previa reforma constitucional, está, como la de cualquier otra institución, a disposición del pueblo, en quien reside la soberanía nacional.
Sin duda, la integración de la Monarquía en la Constitución y su dependencia de la voluntad popular determinan el carácter democrático de aquella. Este argumento debería ser tenido en cuenta por quienes abusivamente contraponen Monarquía y República. La distinción entre estas formas políticas se refiere al modo de la ocupación en ambas de la Jefatura del Estado, evidentemente, hereditario o electivo, respectivamente, pero no alcanza a su condición democrática. Desde este punto de vista la forma monárquica española es un sistema republicano.
La identificación de la Monarquía con la Constitución, como soporte de legitimación explícito, puede llevar en condiciones extremas, como sin duda ocurrió en los sucesos de septiembre y octubre del pasado año en Cataluña, a una actuación de Rey, como jefe del Estado, en defensa del orden constitucional. Evidentemente con su discurso no vulneró la Constitución, sino que procedió a su protección.
El Monarca no invadió las esferas de actuación de otros poderes, para lo que carece de competencias concretas. Se limitó a recurrir a la capacidad de advertencia y estímulo que Walter Bagehot, el teórico de la Constitución británica, había reconocido en 1857, y que nosotros podemos deducir de la función del Rey de afirmar la unidad y permanencia del Estado, y de su compromiso, al que le obliga la fórmula de juramento de la Constitución –según su artículo 61.1–, de respetar los derechos de las comunidades autónomas.