EL MUNDO 19/06/14
· Don Juan Carlos cede el trono a su hijo en un acto sobrio y emotivo en el Palacio Real
La Monarquía inicia el cambio. Lo hizo ayer en un acto carente de palabras y cargado de simbolismo. Con un solo gesto, apenas un paso vacilante con el que cedió su asiento al que hoy es ya el nuevo Rey Felipe VI, Juan Carlos I protagonizó ayer su histórico, voluntario y regenerador traspaso de poderes al frente de la Jefatura del Estado. La emoción contenida y una sobria solemnidad resumieron la despedida del hombre que trajo la democracia a España 39 años atrás.
Una ceremonia dinástica, familiar, en la que el Rey emérito y el nuevo Rey se fundieron en un abrazo. Pero un acto sobre todo institucional, en el que el Monarca fue arropado por la representación de todos los poderes del Estado y la clase política. Toda, menos IU, ERC y los nacionalistas vascos. Tampoco estuvieron Iñigo Urkullu ni Artur Mas, aunque ambos sí acompañarán hoy a Felipe VI en su proclamación.
En plena crisis política e institucional con la Generalitat, los nacionalistas catalanes se volcaron no obstante en la ceremonia y Artur Mas mandó a su vicepresidenta, Joana Ortega, en su representación.
Y es que al Rey no le faltó el reconocimiento ni el calor institucional del que adolecieron sus predecesores en el trono. Allí estaba ayer, entre los cerca de 200 invitados y como testigo de la continuidad dinástica, Landelino Lavilla, el que fuera notario mayor del Reino aquel día de hace 37 años en que Don Juan se cuadró ante su hijo en La Zarzuela y exclamó: «¡Majestad, sobre todo, España!».
Pero costaba ayer encontrar suficientes paralelismos entre lo que aconteció en la Sala de Columnas del Palacio Real y aquella también histórica y mucho más íntima cesión de derechos dinásticos de Don Juan, el Conde de Barcelona, en favor de su hijo –el ya proclamado Rey Juan Carlos– de mayo de 1977.
Aunque alejado de cualquier fasto, el adiós del Rey exhibió ayer un legado propio y contó para ello con la presencia de los tres poderes del Estado –Ejecutivo, Legislativo y Judicial–, de todos los órganos consultivos, de todas las órdenes civiles y militares, del empresariado y los sindicatos… además de los ponentes de la Constitución y los tres ex presidentes vivos de la democracia, que le rindieron, todos a una, un largo, muy largo aplauso.
A diferencia también del tono de la despedida de su padre, Don Juan Carlos renunció a las palabras. A su hijo apenas le avisó de que le iba a ceder el asiento unos minutos antes, a su llegada al Palacio Real, según se comentó en el cóctel –también muy sobrio– que se sirvió tras la ceremonia.
Y no hubo más marcialidad que la del himno nacional –que sonó una vez en el exterior y dos en la Sala de Columnas– y las 21 salvas con que el hasta ahora Jefe del Estado fue saludado por última vez a su llegada al Palacio Real.
Por otra parte, la imagen de la continuidad en la Corona –tan insistentemente subrayada estos días por La Zarzuela– vino particularmente dada por la participación, en primera fila, de la nueva Princesa de Asturias, protagonista involuntaria de otro de los grandes gestos simbólicos de la jornada. Fue el instante en que Doña Leonor, atendiendo a la llamada de su abuelo –el propio Don Felipe se lo sugirió a este al oído–, acudió a besar al Monarca, pero acabó por hacerle perder el equilibrio, hasta el punto de precipitar su caída sobre el asiento. Pero la imagen de una niña impulsiva de ocho años –por lo demás, correctísima en su estreno como Princesa de Asturias, sentada junto a su hermana, la Infanta Sofía, en primera fila y estrechamente vigilada por su madre, la ya Reina Letizia– junto a un Monarca aún entero pero físicamente deteriorado y en retirada no fue la única que retrató el relevo dinástico.
El otro gran gesto lo tuvo el propio Rey en el cóctel privado con sus invitados. La Princesa vino a buscar a su abuelo y buscó su mano para arrancarlo de un corrillo de políticos entre los que se encontraban el ex presidente José Luis Rodríguez Zapatero, la portavoz socialista Soraya Rodríguez, el ministro de Economía Luis De Guindos y los presidentes autonómicos del PP José Antonio Monago, Alberto Núñez Feijóo y Pedro Sanz. El Rey se agachó para explicar a la niña que no podía seguirla en ese momento: «Estos señores me han ayudado siempre mucho», le dijo, en una frase que resumió el papel de árbitro de la Corona a quien ya es la Heredera de Felipe VI y futura reina constitucional.
La informalidad de este vino posterior a la ceremonia de abdicación permitió confirmar a muchos de los invitados que, pasada la emoción de la sanción y el abrazo con Don Felipe, el Rey daba muestras de encontrarse tranquilo y relajado, aunque también «especialmente entrañable y un poco triste». Vestido de traje y corbata, con la única condecoración de una miniatura del Toisón de Oro en la solapa –igual que su hijo–, el Monarca no llevaba reloj, por lo que pidió la hora a sus invitados –en particular, miró el reloj de Zapatero– para no llegar tarde al partido de la selección española de fútbol en el Mundial de Brasil.
Por su parte, la Reina Sofía –que durante la ceremonia se adelantó a su hijo en besar al Rey– fue transparente con los representantes del Estado. Les dijo –como días atrás afirmó el propio Rey– que su función ahora será dar un paso atrás y reducir sensiblemente su nivel de representación institucional, pero que en absoluto se propone desaparecer de la escena pública española ni anular del todo su agenda.
Uno de los asuntos de conversación más recurrentes de los corrillos –en los que no pudo participar la prensa– fue la muy «agradable» cena celebrada la noche anterior por el Rey con un amplio grupo de políticos que ocuparon las primeras filas en las distintas legislaturas de la democracia, y a la que a muchos de los presentes les habría gustado asistir. Y entre las anécdotas de la tarde, la larga conversación que mantuvieron, mano a mano, el presidente Mariano Rajoy y su antecesor en el cargo, José María Aznar.
Pero con ser clave la participación de los políticos en el ejemplar relevo de la Jefatura del Estado, justamente en un contexto de profunda crisis social e institucional, ellos no fueron los únicos en avalarlo. La Corona pudo presumir del apoyo de la sociedad civil –el ugetista Cándido Méndez exhibió una chapa de Pablo Iglesias, reivindicando la convicción monárquica del fundador del PSOE, pese a que criticó duramente a los antecesores de Juan Carlos I «por meterse en política»– y militar.
Y también presumió de un variado elenco de representantes del Real Consejo de las Órdenes Militares, de las Reales Maestranzas, del Consejo de la Grandeza, así como de la presencia de algunos caballeros de las órdenes dinásticas, como la del Toisón de Oro, entre los que se encontraban desde el socialista Javier Solana hasta Simeón de Bulgaria.
El Monarca contó también con la presencia del Nuncio, como representante del Cuerpo Diplomático, del presidente del Consejo de Estado, de la defensora del Pueblo, del presidente del Consejo Económico Social, del fiscal general y de otros altos cargos.
Además, y en lugar muy destacado, el Rey tuvo cerca a su familia: su hija, la Infanta Elena; sus hermanas, las Infantas Pilar y Margarita –junto a su marido, el doctor Zurita–; su tía, la Infanta Alicia de Borbón; su primo, el Infante Don Carlos, junto a su esposa, la Princesa Ana de Francia, además de su nieto Froilán y sus cuñados, los reyes Constantino y Ana María de Grecia –estos últimos, sentados en la primera fila, entre los invitados–.
Eso sí, como ya se sabía, faltó la segunda hija del Rey, la Infanta Cristina, apartada de la agenda de la Casa Real tras el escándalo del caso Nóos, en el que está imputado su marido, Iñaki Urdangarin, y cuyo juicio se abrirá en breves fechas. Y es que hasta en los actos más dignos y solemnes puede cruzarse una sombra, la sombra de un pasado y un presente que el Rey se dispone a abandonar.