Aurelio Arteta, EL CORREO, 1/4/12
Euskadi, como tantas otras contemporáneas, es una sociedad plural, pero de ahí no se deduce la mentirosa conclusión de la izquierda abertzale: «Una pluralidad que todos debemos reconocer y respetar». Pues no, de ninguna manera
Espero que mi artículo anterior (EL CORREO, 17/03/2012) dejara a la vista cuántas otras insuficiencias, además de despreocuparse de la extinción de ETA, mostraba aquella Declaración del Kursaal. Ese documento juega con un concepto falsificado de ‘justicia transicional’, incurre en notorias desvergüenzas, formula indignantes equiparaciones entre violencias, víctimas y dolores de una y otra parte, etc.
Entre las falsas equiparaciones quedaba aún por destacar la errónea e interesada equivalencia de las ideas de pluralidad y pluralismo. Pues el caso es que ambas se distinguen como se distinguen entre sí el hecho del derecho, el ser y el deber ser. La pluralidad de algo es el rasgo por el que ese algo reúne una variedad de caracteres o manifestaciones. En el caso de una sociedad como la vasca, su innegable pluralidad de ideologías, creencias u opiniones la vuelven una sociedad plural. El pluralismo, sin embargo, es el marco legal y político de esa pluralidad, el principio que reconoce a lo plural sus derechos y sus límites. En definitiva, el pluralismo no significa el respeto de todo lo diverso, sino de todo lo diverso que sea compatible con los derechos humanos. Euskadi, como tantas otras contemporáneas, es una sociedad plural, pero de ahí no se deduce la mentirosa conclusión de la izquierda abertzale (IA): «Una pluralidad que todos debemos reconocer y respetar». Pues no, de ninguna manera.
Todo ello podría resumirse en un caldo de relativismo (gnoseológico, moral, político) en el que chapotean con fervor. Se diría que todo es relativo. Son relativos los puntos de vista que acerca del miserable pasado circulan en el País Vasco, lo que quiere decir que todos valen lo mismo y ninguno de ellos es más acertado que otro. Para que haya reconciliación entre las partes contendientes, no debe tasarse el grado de justicia de su causa respectiva ni de la mortandad que hayan producido: deben reconocerse por igual sin entrar en honduras. Nacionalistas y constitucionalistas sostienen juicios políticos dispares, y eso es todo; no hay posibilidad de recurrir a ninguna instancia que dirima el grado de verdad de cada uno. Tampoco importa, porque «esta verdad completa será la suma de diversas e incluso de diferentes verdades». Esta novedosa teoría de la verdad permite que haya juicios distintos o hasta contrapuestos sobre lo mismo, y que todos sean verdaderos y que además todos juntos formen una verdad mayor. ¡Cuánto da de sí la filosofía abertzale!
Da para tanto como que rebosa de incoherencias. Así, sostienen que los diversos puntos de vista políticos en Euskadi son equivalentes…, pero obviamente consideran que el suyo es de superior valor. Aquel relativismo, por tanto, era relativo. Si estamos obligados a «reconocer los derechos que como pueblo nos asisten» y a reparar la milenaria injusticia y represión a las que este sufrido pueblo se ha visto sometido…, ya no hay más que hablar. Ahí radica la justificación final de la violencia de ETA. A fin de cuentas, como haya derechos negados, habrá en última instancia derecho a la violencia para su legítima defensa o para recuperarlos. Pero sólo a juicio del nacionalista, no del demócrata, la cultura e identidad de un pueblo otorga un derecho a la soberanía. ¿O no habíamos quedado en que formamos una sociedad plural y no un pueblo homogéneo?
Esta autocalificada izquierda, al predicar una especie de moralismo igualitario que se niega a clasificar los sufrimientos de las víctimas, proclama al mismo tiempo negarse «a ninguna equiparación entre los mismos». ¿Acaso no es la más zafia de las equiparaciones entre víctimas el honrar a todas ellas y a todos sus dolores, como si aquellas y estos estuvieran igual de justificados? Cuando se desecha radicalmente la jerarquía, ¿no se está igualando? Claro que si algunos se creen, además de señores de nuestras vidas, dueños también del sentido de las palabras, entonces estas significarán en cada caso lo que ellos exactamente quieran.
En su lista de recomendaciones para alcanzar la paz subrayarán todavía la necesidad de «hablar no tanto de lo pasado como de la convivencia futura». Lo pasado, pasado, y que los muertos entierren a sus muertos. Así que aquel ficticio pasado de «milenios» de opresión sobre este pueblo debe recordarse como el fundamento de los derechos actuales de ese pueblo. En cambio, el pasado más reciente, estas décadas de horror que a ellos les acusan…, ese debe olvidarse. He aquí un uso imparcial de la memoria. Todo se sustentaba desde un principio en la justicia transicional, pero al final se niega que deba haber transición alguna.
La traca final de este proceso de dislates es la tesis de que «el pueblo vasco necesita conocer la verdad». El pueblo vasco místico no sé, pero cada miembro de la sociedad vasca real, si quiere, ya conoce la verdad de lo acontecido. Lo sorprendente es que quienes vocean que no existe la verdad, sino verdades diferentes; los que sentencian que solo hay puntos de vista diversos; los que ya han decidido que no hay que jerarquizar entre víctimas, ni distinguir entre vencedores y vencidos, etc.; que a todos estos se les ocurra ahora proponer una comisión de la verdad. Somos nosotros quienes más queremos esa verdad que acabe con tantas mentiras. ¿O es que piensan que nos da miedo la publicación de nuestras probables faltas, como si ello fuera a disminuir la gravedad incomparable de las suyas ya probadas?
Aurelio Arteta, EL CORREO, 1/4/12