Francesc de Carreras-El Confidencial
- El precedente funesto lo encontramos en 2018 cuando, por sorpresa, en pocos días, se defenestró a Rajoy de la presidencia del Gobierno. De aquella moción censura proviene el actual desconcierto y desgobierno
El desgaste de las instituciones políticas en estos últimos años es patente. Va en paralelo al desprestigio de los políticos y de la política. Quizás el punto clave está en la incapacidad de pacto entre los partidos ante situaciones en las que llegar a un acuerdo es imprescindible para que los españoles seamos gobernados. Un ‘mal gobierno’, juicio de valor siempre subjetivo, es mejor que un ‘no gobierno’, es decir la ausencia, la lentitud o la ineficacia de la actividad de los poderes públicos en aquellas materias en las que la intervención pública es absolutamente necesaria.
Por ejemplo, en estos momentos, es obvio que deberíamos tener claros los criterios para aprovechar de la mejor manera posible los diversos fondos europeos y aplicarlos a nuestras más acuciantes necesidades. La mayoría de españoles probablemente percibe bien cuáles son estas necesidades, pero no entiende que las instituciones públicas se dediquen a otras cuestiones, en especial a cuestiones que cuya finalidad interesa a las direcciones de los partidos, pero no a sus afiliados y votantes.En efecto, lo que ocupa hoy el debate son cuestiones muy distintas: mociones de censura, disoluciones parlamentarias, nuevas elecciones. Que los ciudadanos españoles pierdan el respeto a los políticos y muestren su desafección y descontento no solo es comprensible, sino más que razonable.
Hemos dicho antes que en la base de todo este desbarajuste institucional encontramos la incapacidad de pactar que muestran los partidos. Añadamos un matiz: incluso cuando llegan a pactos, estos acuerdos son perturbadores porque utilizan procedimientos que no responden a su finalidad constitucional. El caso más claro es la morbosa utilización de las mociones de censura —sean en el Congreso de los Diputados, en Murcia o en Castilla y León— a las que son tan aficionados nuestros partidos.
La causa está en la mala utilización de un instrumento pensado para estabilizar ejecutivos y que se convirtió en todo lo contrario
El precedente funesto lo encontramos en 2018 cuando, por sorpresa, en pocos días, se defenestró a Rajoy de la presidencia del Gobierno y Pedro Sánchez, entonces ni siquiera diputado, pero secretario general del PSOE, fue designado presidente del Gobierno, apoyado por un contradictorio conglomerado de partidos. De aquella moción de censura proviene el actual desconcierto y desgobierno. En efecto, la causa está en la mala utilización de un instrumento constitucional pensado para estabilizar ejecutivos y que se convirtió en todo lo contrario. Veamos.
Quizás algunos piensen que una moción de censura constructiva se limita a reprobar un determinado Gobierno por una mayoría de la cámara y, a continuación, buscar las alianzas necesarias para nombrar a otro. Pues bien, no es así. En nuestra Constitución —como en la alemana de 1949 y en la actualidad muchas otras—, la moción de censura consiste en que un candidato alternativo al presidente se presenta ante el Congreso, defendiendo un programa de gobierno concreto, lo más detallado posible, por si una mayoría de la cámara, tras un debate con este candidato alternativo, lo apoya con sus votos por estar de acuerdo con el programa y confiar en el candidato. El protagonista de la moción de censura no es el presidente, sino el candidato que se postula para sustituirlo.En definitiva, una moción de este tipo es como una nueva investidura, la que tiene lugar tras unas elecciones generales con la diferencia de que se lleva a término a mitad de legislatura. En un solo acto, se puede destituir a un presidente y designar a otro. Naturalmente, en este procedimiento hay un requisito de fondo: estar de acuerdo con el programa de gobierno que presenta el candidato, lo cual exige que los grupos parlamentarios que lo apoyen deben ser ideológicamente próximos porque su finalidad es poder gobernar.
Sin embargo, en la moción de censura que aupó a Sánchez como presidente no sucedió así, los apoyos fueron de lo más heterogéneo: además del PSOE, la apoyaron Podemos, ERC, PDeCat, PNV, Compromís, Bildu, En Marea y Nueva Canarias. Una suma que agrupaba en torno al PSOE a nacionalistas, independentistas y populistas, un conglomerado muy distinto a los principios y valores que hasta entonces había defendido el partido socialista. Era lo que Rubalcaba había denominado «Gobierno Frankenstein». El programa de gobierno se limitó a unos simples principios que no comprometían a nada.Se alcanzó la suma aritmética, no el acuerdo de fondo que se resumía en un solo punto: «Echar a Rajoy». Sánchez fue nombrado presidente porque sumo 180 votos, una amplia mayoría al añadirse el último día el PNV, el partido con menos sentido de Estado desde que se aprobó la Constitución. Con estos mimbres, el nuevo presidente no podía gobernar durante mucho tiempo, aunque lo intentó, pero pocos meses después tuvo que disolver las cámaras y, tras las nuevas elecciones, Rivera desaprovechó la ocasión de estabilizar la política española al sumar el PSOE y Ciudadanos 180 escaños.
Jugar a tretas de mus con las instituciones es una irresponsabilidad que nos conduce adonde estamos: no decidimos sobre lo importante
De estos polvos vinieron estos lodos, los de ahora. La moción de censura en Murcia no fue más que un surrealista esperpento: un partido que comparte un Gobierno regional pacta en secreto con la oposición una moción contra el presidente de su propio Gobierno. Además, ni siquiera triunfa por el transfuguismo de tres de sus diputados y, además, provoca desconfianza en el Gobierno de la Comunidad de Madrid cuya presidenta, en un rápido movimiento, disuelve la cámara y convoca elecciones.
Jugar a tretas de mus con las instituciones políticas es una irresponsabilidad que nos conduce adonde estamos: no decidimos sobre lo importante, las jugarretas partidistas no ocupan. Aquí no se gobierna, solo se entretiene al personal. Merecemos otros políticos.