IGNACIO CAMACHO-ABC

  • La del poder contra el periodismo crítico es una vieja, clásica batalla. Y siempre merece la pena librarla

Antes de redactar esa nueva ley mordaza dirigida de manera específica contra los medios que no le hacen la pelota –algunos dilapidando sin pudor su prestigio–, el presidente o su Gobierno deberían desmentir las noticias publicadas sobre las problemáticas actividades profesionales de su esposa. Al menos una sola. Demostrar que no es cierto que participó en reuniones con empresarios –uno de ellos, el hombre clave del ‘caso Koldo’– que poco después solicitaron y obtuvieron un rescate varias veces cienmillonario. Demostrar que no es cierto que la señora Gómez firmó dos cartas de recomendación a sus patrocinadores que resultaron luego beneficiarios de sendas adjudicaciones. Demostrar que no es cierto que la Complutense crease para ella una cátedra pasando por alto la ausencia de la correspondiente cualificación universitaria. Y ya de paso, aunque no se trate de asuntos que afecten a la segunda dama, demostrar que Delcy Rodríguez no pisó suelo español en Barajas, o certificar la existencia de los famosos comités de expertos en los que el Ejecutivo apoyaba durante la pandemia sus decisiones sanitarias, el mayor bulo divulgado desde instancias oficiales en aquella etapa especialmente dramática. De la fraudulenta relación con la verdad de Pedro Sánchez no es necesario siquiera ocuparse; la falta de crédito de su palabra sale hasta en las letrillas chirigoteras de Cádiz y los vídeos sonrojantes que la ponen de manifiesto son materia habitual de ‘memes’ en las redes sociales.

Cuando haga alguna de estas cosas, el sanchismo tendrá una micra, sólo una micra, de autoridad moral para quejarse del periodismo crítico, cuyos eventuales excesos puede y debe denunciar en cualquier juzgado como todo hijo de vecino. Pero todavía le quedará mucho recorrido para estar en condiciones de discutir el derecho de publicar informaciones de veracidad contrastada y opiniones discrepantes de su proyecto político, de sus medidas o de su estilo. Discutir, digo; anularlo o restringirlo, tal como se desprende de las declaraciones presidenciales tras el bochornoso simulacro de colapso, constituye una clásica tentación de todo gobernante autoritario, un vicio iliberal incompatible con el marco de un régimen democrático. No va a ocurrir porque no es posible, por mucho que los palmeros de cabecera alienten al presidente a intentarlo. Y si lo intenta, ha de saber que muchos dirigentes de toda laya han tratado antes que él de intimidar a la prensa libre y todos fracasaron. Ésa es una de las batallas que merece la pena librar por este oficio cada vez más zarandeado, víctima también de una desorientación estratégica propia que ha inducido numerosos pasos en falso. Pero está muy acostumbrado a sufrir las presiones del poder, de los poderes, sin doblar el brazo. Los más veteranos hemos visto pasar a siete primeros ministros y aquí estamos. A la espera del octavo.