ABC 15/11/13
DAVID GISTAU
· Europa lleva décadas trabajando para que nadie en su seno vuelva a arengar así a una sociedad por culpa de una interferencia nacionalista
La amenaza expresada por Oriol Junqueras de «parar» una semana la economía catalana parece, más que una coacción, un modo de comprobar la disposición a la obediencia y al daño infligido a uno mismo de la sociedad civil. Supone el esbozo de una fase diferente en la que ya no basta con acudir a convocatorias más o menos festivas, ni con emocionarse con los estribillos de un viejo cantautor, ni con convertir partidos de fútbol en la inocua alegoría de una batalla emancipadora cuyos estragos no trascienden la conversación de bar. Ahora emerge una hipótesis estratégica que remite a ciudades desabastecidas y a pequeños propietarios obligados por el compromiso a poner en riesgo su negocio. Una inmolación incruenta a la que ha de compensar que España, arrastrada, regrese al estado de incertidumbre económica, a la debilidad provocada por un sabotaje.
El nacionalismo siempre acarrea una distorsión de las prioridades humanas. Las grandes guerras europeas del siglo XX dejaron una convicción que está en la misma raíz de la creación de la UE: el continente se propuso superar antagonismos históricos y proteger las democracias liberales para que éstas se convirtieran en el ámbito idóneo para que personas que ya nunca tuvieran que ser movilizadas ni militarizadas pudieran dedicarse a cumplir en libertad anhelos propios y a construir, para ellas y sus familias, una vida en paz que fuera lo más digna posible. Es probable que esto provocara un vacío épico, paliado en parte por el deporte de masas. Pero a la Europa de las ruinas y de los millones de muertos, escarmentada, le pareció adecuado entregarse a conceptos tan tediosos y post-revolucionarios como el del bienestar. Por eso, la amenaza de Junqueras tiene un sabor tan regresivo, porque intenta devolver vigencia a la aceptación de la movilización general y del destrozo de las vidas particulares, que otra vez, como en los tiempos de los grandes ismos redentores, han de subordinarse a una noción del destino colectivo. Aun con fracasos como el terrorismo, aun con egoísmos y recelos entre naciones no del todo extirpados, aun partida jerárquicamente por la crisis, aun amenazada por el rebrote de los extremismos, Europa lleva décadas trabajando para que nadie en su seno vuelva a arengar así a una sociedad por culpa de una interferencia nacionalista. Para salir a la calle a celebrar que otro ha sido derrotado están las Eurocopas.
A menudo se hace el reproche a la opinión pública mesetaria de que no es capaz de comprender la realidad catalana ni sus infinitas susceptibilidades. Por eso, tal vez me equivoque. Pero me cuesta creer que una sociedad supuestamente sofisticada, que disfruta de todas las posibilidades otorgadas por la democracia liberal de Occidente, esté tan abducida como para asumir la llamada a la autodestrucción de un insensato anacrónico. Veremos.