Dice el escritor francés Michel Houllebecq que el mundo posterior a la epidemia será igual, pero un poco peor. Se refiere Houllebecq a Occidente, al que considera poco menos que un fiambre en ciernes, pero sin que eso le suponga al escritor francés el más pequeño drama. «Occidente no es eternamente, por derecho divino, la zona más rica y desarrollada del mundo. Se acabó, esto es así desde hace ya algún tiempo, ciertamente no es una primicia» dice Houllebecq.
Quizá sea casualidad, pero acabo de leer La extraña muerte de Europa, del periodista británico Douglas Murray. El libro es la crónica del absurdo suicidio de una civilización, la nuestra, a manos de un multiculturalismo cuyo ideal, promovido por Angela Merkel y cebado por el más estúpido y extenuante de los sentimientos de culpa, que es aquel que se padece sin que exista pecado que lo sustente, no ha resistido el menor contacto con la realidad.
En uno de los capítulos de La extraña muerte de Europa, Murray cita a Houllebecq y su novela Sumisión, un libro en el que la conversión al islam de los franceses se presenta no como fruto de una imposición bélica o terrorista, sino de la lógica interna de una sociedad educada en la sumisión, y no precisamente por un imam o un ayatolá, sino por políticos, periodistas, artistas y profesores universitarios laicos y perfectamente socialdemócratas.
En la novela de Houllebecq, son precisamente el partido socialista y la derecha moderada los que apoyan al partido de los Hermanos Musulmanes en la segunda vuelta de las elecciones para evitar que gobierne un Frente Nacional al que se presupone amenazador, pero cuyos principios morales palidecen frente al vigor de una religión bárbara, aunque joven, vigorosa y práctica, que tolera la poligamia masculina, aplasta el feminismo y acaba de forma radical con la delincuencia.
En un capítulo de Sumisión, su protagonista habla despectivamente del escritor francés del siglo XIX Léon Bloy, uno de los panfletistas más radicales de su época, un «loco de Dios» amargo, con una inaudita habilidad para el insulto creativo, y nostálgico de un cristianismo esencialista y pobrista cuyo ideal es la vida monacal de la Edad Media de los siglos XI y XII. Bloy es calificado por el protagonista de Sumisión de «católico malo», que es aquel cuya fe sólo se excita frente a la posibilidad de que el prójimo arda en el infierno por su apego imbécil a una modernidad que considera decadente y espiritualmente empobrecedora.
Las de Murray, Houllebecq y Bloy son tres actitudes distintas frente a la decadencia de la civilización occidental. La del analista, la del naturalista y la del realista. La última no tiene ya representantes salvo en algún sector minoritario de la ultraderecha y ni siquiera en su rama fundamentalista cristiana, que está a por uvas. Me extraña, de hecho, que no se le haya ocurrido a Houllebecq la idea de un Papa converso al islam, porque es una posibilidad real dadas las circunstancias.
Decía Manuel Valls en la entrevista de este domingo en EL ESPAÑOL que el riesgo de que la crisis económica generada por la epidemia de Covid-19 provoque una nueva avalancha migratoria desde África a Europa es real.
Mientras la izquierda fantasea con la posibilidad de que el mundo posterior a la epidemia acabe con el capitalismo, y mientras la derecha se abstiene de fantasear porque ha perdido incluso la capacidad de imaginar, es decir de proyectarse hacia el futuro, fuerzas mucho más poderosas que ellas, más viejas, inclementes y primitivas, continúan su camino.
Soy un ateo disociado. Estoy firmemente convencido de que no existe nada más allá de la materia y de la muerte, pero me gustaría estar equivocado y que existiera un Dios que llegado el momento me perdonara mi incredulidad. A poder ser, el de la Biblia o el de la Torá. Tengo excusa. Si Dios existe, también la ciencia es obra suya, y la ciencia dice que a la hipótesis de Dios le faltan pruebas.
Más pesimista soy respecto a Occidente. A vista de microscopio, el fracaso de Occidente en la gestión de la epidemia ha sido apabullante. Casi humillante. A vista de telescopio, parece imposible que la idea de Occidente no salga de esta crisis herida de muerte. Huele a fin de ciclo, sí. Durará décadas, pero seremos las generaciones que viviremos en vivo y en directo la segunda caída del imperio romano.
Aunque quizá estoy leyendo a demasiados agoreros.