Luis Haranburu Altuna-El Correo

  • El centralismo republicano alentó durante dos siglos a la izquierda

Los jacobinos fueron uno de los grupos políticos que protagonizaron la Revolución Francesa. Se sentaban en la parte izquierda de la Asamblea Nacional, mientras que los girondinos lo hacían a la derecha. Los girondinos representaban el ala más moderada de los revolucionarios y lideraron la primera época de la Revolución, hasta la formación de la Convención en la que los jacobinos pasaron a ser los protagonistas bajo el liderazgo de Danton, Marat, St. Just y Robespierre.

El régimen monárquico anterior a la Revolución Francesa se regía mediante un sistema centralizado que, no obstante, admitía no pocos privilegios de la nobleza e incluso avalaba algún tipo de autogestión de las regiones mediante el ejercicio de sus fueros. La revolución abolió todo tipo de privilegios y pretendió reforzar la igualdad, la unidad y la libertad por encima de los usos y costumbres propios del Antiguo Régimen.

Tanto jacobinos como girondinos compartían el lema de la igualdad y la libertad de los ciudadanos, pero diferían en el tema de la centralización republicana que, siendo primordial para los primeros, no lo era tanto para los girondinos. El centralismo político y el carácter militante de sus convicciones pasaron a ser las principales características del credo jacobino, que implantaron mediante el ejercicio del terror. Para ellos, la unidad nacional era una de las principales virtudes del republicanismo. Durante todo el siglo XIX e incluso durante gran parte de siglo XX se llegó a identificar el jacobinismo con el ser de izquierdas.

Siguiendo el modelo jacobino, las izquierdas siempre defendieron el centralismo del Estado, en el que veían al garante de la voluntad general. Una voluntad general, según Rousseau, que no consistía en la suma de las partes, sino que es producto del interés común. Para los jacobinos, el Estado era el garante del bien común y es por ello fundamental la obediencia a la Constitución y a las leyes. Es desde esta concepción del Estado de donde surge la exaltación de la nación concebida como una unidad indivisible. En el ánimo del centralismo republicano de los jacobinos, el territorio era indivisible por tratarse del ámbito común donde se ejercían los derechos en libertad e igualdad. El territorio indivisible es el ‘Ethos’ donde el ciudadano se autodetermina en libertad e igualdad amparado por el Estado democrático.

Durante al menos dos siglos, el centralismo republicano alentó y orientó las luchas revolucionarias y reformistas de la izquierda, pero algo ha ocurrido en los primeros años de este siglo, en los que la izquierda ha renunciado a los postulados jacobinos para acogerse a la laxa concepción de vaporosos federalismos o la asunción desinhibida de los nacionalismos étnicos. Los jacobinos de hoy han mutado y se han convertido en defensores acérrimos, no de la igualdad de todos, sino de las diferencias particulares en demanda de reconocimiento, empezando por las identidades de signo nacionalista. La mutación sobrevenida es clara y empíricamente constatable en el escenario político español, donde asistimos a una gran confusión semántica alentada desde el poder y que se nos antoja un grave extravío desde las pautas de la izquierda razonada y no populista.

Se nos dice que en las pasadas elecciones se jugaba la defensa de la democracia frente al fascismo. Un fascismo, afortunadamente, inexistente en España, donde solo cabe hablar de neocatólicos intransigentes o de nostálgicos de tiempos felizmente pasados. También se ha dicho que lo que estaba en juego era la batalla entre el progresismo y la regresión tenebrosa. Esta falsedad encubre la verdadera polarización entre partidarios de una democracia centralizada y de sesgo constitucionalista frente a un bloque iliberal cohesionado en torno a demandas de secesión y autodeterminación.

Con ambas polarizaciones -demócratas frente a fascistas y progresismo versus regresión- se ha tratado de ocultar la realidad del auténtico eje de confrontación, que no es otro que el representado por la concepción unitaria del Estado garante de la igualdad y la libertad frente a la dispersión política, jurídica, cultural y financiera de los territorios de España.

Hay una evidencia empírica difícil de ocultar y es que la izquierda española es incapaz por sí sola de vencer en buena lid electoral y para ello le es indispensable sumar con todas las fuerzas políticas que niegan el valor moral y político de la unidad nacional. La izquierda necesita blanquear a las fuerzas más regresivas y tenebrosas para construir lo que Sánchez ha llamado «una mayoría social de progreso», aún a sabiendas que dicha mayoría tan solo se asienta en el sueño desquiciado de quienes, como los girondinos de antaño, sueñan con el Antiguo Régimen. Esa mayoría social de progreso no existe si de ella forman parte partidos que comulgan con la xenofobia y el racismo o quienes todavía ensalzan la violencia terrorista o directamente nos presentan el Gulag, con ritmo caribeño, como si fuera el paraíso perdido de John Milton.