Ignacio Camacho-ABC
- La idea de nación moderna como espacio de convivencia se diluye cuando su estructura normativa se adultera o se quiebra
Una nación no es sólo un territorio, ni una bandera, ni una historia, ni un sentimiento, ni una fiesta. Es todo eso y mucho más, pero en la época moderna representa ante todo un espacio de encuentro y de convivencia construido por un pueblo –’we the people’– con voluntad soberana de organizarse en torno a un conjunto de reglas. La ciudadanía es el vínculo jurídico que articula la comunidad en un sistema de derechos y deberes cuyo ejercicio vertebra la concordia y establece un concepto de pertenencia, una identidad colectiva plena. La legitimidad democrática funda la ley y al mismo tiempo se subordina a ella como principio regulador, como viga maestra de la casa común donde ha de caber la sociedad entera. Y la idea misma de nación como ámbito de entendimiento civil se diluye cuando esa estructura normativa se adultera o se quiebra. Cuando pierde su condición referencial para convertirse en un catálogo de preceptos fallidos o enunciaciones huecas.
La anomia institucional es hoy el gran problema de España. No porque falten leyes –al contrario, vivimos en un piélago ordenancista saturado de disposiciones burocráticas– sino porque la dirección del Estado ha decidido ignorarlas en una insólita deriva de insubordinación deliberada, bien mediante subterfugios torticeros, bien interpretando la Constitución de manera elástica como método para compensar su creciente precariedad parlamentaria. La doctrina sanchista de la resistencia ha conducido a un Gobierno bunkerizado, inoperante, sin margen de actuación pero expresamente resuelto a bloquear la alternancia con la complicidad de unos socios acostumbrados a sacar ventaja de un poder en situación desesperada. El resultado de esta conchabanza es una pendiente de autoritarismo sostenido gracias a la creación de una atmósfera política cismática donde la cohesión nacional se resquebraja y donde cualquier opinión crítica es considerada una amenaza.
De ahí que el poder judicial haya adquirido en el actual mandato un papel tan relevante. Para el Ejecutivo, porque es el último dique capaz de frenar sus continuas arbitrariedades; para la democracia, porque su integridad depende del funcionamiento independiente de los tribunales. Los escándalos de corrupción y los intentos de legislar a medida de la impunidad de los gobernantes han depositado sobre la magistratura la responsabilidad de un cometido tanto más indispensable cuanto más queda el resto de las instituciones sometido a una relación de vasallaje. En los procesos en curso, y en los que se perfilan a corto o medio plazo, reside la gran prueba de contraste de los mecanismos de control y contrapeso que definen la existencia de un régimen de libertades. Lo que está en juego no es, o no sólo, el futuro de Pedro Sánchez; se trata de la nación en sí misma, de sus valores medulares, de su esencia como fruto de un pacto entre ciudadanos iguales.