La nación catalana

El entuerto tiene mal arreglo. Ni un solo atisbo hay en el discurso de Zapatero de una visión clara sobre los resultados políticos que a medio y a largo plazo puede producir un cambio normativo que prescinde del espíritu de la Constitución, al que estaría obligado a atender como gobernante democrático.

La definición de Cataluña como nación viene siendo el tema más debatido en estas últimas semanas. Para el conjunto de fuerzas políticas que aprobaron el proyecto de nou Estatut, tal afirmación constituye un postulado fundamental; para los oponentes, algo incompatible de raíz con la Constitución española. Entretanto, el presidente Zapatero se ha apropiado del tema, con oscilaciones pendulares y el anuncio final de que él dispone del mantra o fórmula mágica que ha de permitirnos salir del atolladero. Así los constitucionalistas se verán satisfechos y los catalanes no se sentirán «humillados». Por encima de todo, parece que una vez lograda la cuadratura del círculo, y limando otras aristas, el Estatuto podrá salir adelante, objetivo esencial de Zapatero.

En realidad, es la configuración acerada del proyecto lo que ha conferido desde el principio tanta importancia al sí o al no de la nación catalana. Cierto que la Constitución habla inequívocamente de una nación, la española, a quien atribuye la soberanía, pero a continuación admite la existencia de algo tan próximo a la nación como las nacionalidades. De haber buscado los constituyentes del Parlament una articulación entre la nación catalana y el conjunto de España, tanto en las palabras como en la estructura interna del Estatuto, la polémica existiría, pero las soluciones razonables también. El choque frontal hubiera sido evitado. Sólo que el objetivo buscado era otro.

El problema no es de forma, sino de fondo, y va más allá de la admisión o del rechazo de un término. En contra de lo que algunos opinan, resulta posible dar con elementos fiables a la hora de determinar la existencia o la inexistencia de una nación. Ello supone encontrar una vía de escape entre Scila y Caribdis, entre quienes contemplan la nación como una esencia supratemporal y los que ven en ella el producto de una «invención» pura y simple de los nacionalistas. La nación requiere un desarrollo secular en el curso del cual va definiendo un sujeto histórico, con factores culturales y lingüísticos que le confieren una identidad reconocida por quienes forman parte de ella, lo cual da lugar a una proyección política estable, a un sistema político propio. Son datos comprobables, y desde ese punto de vista resulta claro que Cataluña era una nación antes de que los miembros del Parlament lo refrendaran en el texto del nuevo Estatuto. El problema no reside entonces en el reconocimiento del hecho nacional catalán, sino en la visión del mismo como entidad separada, desde el preámbulo hasta la última línea del texto, lo cual nos aleja de la consideración histórica y sociológica de la nación, para sumirnos en el enfoque esencialista, de la mano de Xavier Rubert de Ventós, filósofo independentista, amigo de Maragall y diseñador según vox pópuli del preámbulo. La realidad de Cataluña se ve entonces sustituida, incluso sirviéndose de esta misma expresión, por el sueño de Catalunya. La historia se convierte en tradición para hablarnos de una Catalunya que como tantas otras naciones en las descripciones paradisíacas de los nacionalistas, sean éstos vascos o españoles, aparece como una señora llena de virtudes y gracias, fuente de todos los bienes para aquellos que tienen la dicha de pertenecer a ella. No hay otra mácula en su paseo por los siglos que la desgracia de haber sufrido agresiones procedentes del exterior -el lector avisado ya supone cuál es su origen-, a las cuales respondieron los catalanes luchando y muriendo, nos explica el preámbulo, por lo cual es preciso que en el nuevo Estatuto se anuncie la puesta en marcha de una Comisión de la Memoria Histórica, encargada, según el artículo 54, de ensalzar a esos catalanes que siempre defendieron los derechos nacionales y sociales. Y si no obraron así, como los catalanistas de la Lliga en 1909 y 1936-39, al lado de la represión y de Franco, pensaron sin duda en hacerlo. No faltaba más.

El balance es una presentación hagiográfica que como suele suceder en estos casos, arranca de una mutilación y desemboca en un radical empobrecimiento de la propia imagen de Cataluña. Porque en estos dos últimos siglos, muchos catalanes han estado una y otra vez en vanguardia de las transformaciones tecnológicas y económicas, la modernización cultural y las luchas por la democracia y por las mejoras sociales en el conjunto de España. Precisamente el adelanto de Cataluña en muchos órdenes dio lugar a un desfase al no encontrar quienes acompañaran a sus reformadores en el resto de España, desde las primeras asociaciones obreras y el federalismo hasta el PSUC respecto del PCE, y ahí radica, no en Vifredo el Velloso o en la invención de Els segadors, la génesis del catalanismo político. Todo ello pone de relieve una relación siempre conflictiva, ahora más visible que nunca, si bien al mismo tiempo prueba que desde hace siglos en cuanto al vértice del poder, y a partir de la revolución liberal por lo que toca a los procesos de cambio político, económico y cultural, la historia de Cataluña es un componente diferencial de la historia de España. Hasta el presente alcanza la validez del enfoque que trazara Pierre Vilar: Catalunya dins l’Espanya moderna, Cataluña en la España moderna. No fuera de la España moderna, ni simplemente en el marco del «Estado español». A ello corresponde el claro predominio de una identidad dual, con la gran mayoría de sus habitantes definiéndose como catalanes y españoles, y un sistema político en el que al modo vasco los nacionalistas conviven con partidos hasta ahora de filiación también española. No hay Estado español y nación catalana, ni España es sólo el rótulo de un aparato estatal. La apelación de «nación de naciones», y la consiguiente plurinacionalidad de España, responden a una realidad que ahora la puja nacionalista trata de eliminar. Fue un catalán, Antonio de Capmany, quien lo percibió en 1808 al contemplar las raíces plurales -aragonesas, catalanas, gallegas, castellanas- del levantamiento patriótico: «Cada uno de estos nombres inflama y envanece, y de estas pequeñas naciones se compone la masa de la gran Nación…».

El obstáculo no reside, pues, en el hecho nacional catalán, sino en su manipulación por un nacionalismo que ha visto en el apoyo de Zapatero el estímulo para sancionar mediante el nuevo Estatuto una ruptura irreversible con pertenencia simultánea de la sociedad catalana a esa realidad española con la que ha compartido desde el interior trabajos y sufrimientos en los dos últimos siglos. El Estatut no se limita a afirmar que Catalunya es nación. Rechaza que España lo sea y además le impone lo que debe ser: «Catalunya considera que España es un Estado plurinacional». Un marco estatal en que hay naciones de verdad. Y el resto. Ésa es la clave de bóveda del nuevo Estatuto. La relación entre Catalunya y España, en tanto que naciones, es de una radical alteridad, por lo cual el autogobierno catalán, al insertarse en el Estado español, con el respaldo de los arcaizantes y miñonescos «derechos históricos», lo hace aplicando un criterio de bilateralidad. Esta constatación no es un defecto propio de los lectores a vuela pluma señalados por X. Vidal-Folch, sino simplemente surge de tomar nota del artículo 3.1 del proyecto, y de lo que viene después. No es lícito cargar sobre la responsabilidad de los perversos, la derecha y el nacionalismo español esencialista, aquello que los parlamentarios catalanes convierten de modo consciente en la piedra angular de su construcción política. La masiva transferencia de competencias, favorecida por el artículo 150.2, vaciando al Estado desde el interior, prefigura la transformación del Estado de las Autonomías hoy existente en un Estado dual, con un grado de soberanía próximo a la independencia en cuanto al nivel de autogobierno, «blindado» por añadidura con la consideración de las competencias excluyentes. Con la particularidad de que ese Estado catalán, llamado «Generalitat», participa en las decisiones de lo que queda del Estado español.

El círculo se cierra hacia el interior con la institucionalización de la asimetría lingüística, basada en la presión en todos los órdenes para imponer un idioma catalán que relega al castellano al papel simbólico de «lengua oficial» excluida en la práctica de la administración y de la enseñanza. Y en el orden económico, con una gestión financiera dirigida a permitir el control absoluto de la recaudación de impuestos y del ejercicio de la «solidaridad», convenientemente disminuida a efectos de reducir el «déficit» propio de las comunidades ricas a los términos y con el alcance que el propio Gobierno catalán defina. Una vez consolidada así la bilateralidad, toda perspectiva de federalismo se desvanece, y se pone en marcha, como acaba de explicar el economista José V. Sevilla, el desmantelamiento financiero de un Estado que habrá de vivir de las «aportaciones» de sus comunidades. Queda abierta de paso la puerta para una evolución cada vez más marcada por tensiones entre las comunidades que tratarían cada una de ellas de maximizar ventajas y de reducir aportaciones en el seno de esa experimental Confederación asimétrica a que se vería reducido el «Estado español».

El entuerto tiene mal arreglo. ¿Qué «recortes» va a proponer el presidente y quién va a apoyarlos? Si va al fondo, ¿cómo evitará el enfrentamiento con unos nacionalistas a quienes entregó un cheque en blanco? ¿Qué Estado viable quedará si repinta lo de la «nación» y deja en pie lo esencial del proyecto? Ni un solo atisbo hay en el discurso de Zapatero de una visión clara sobre los resultados políticos que a medio y a largo plazo puede producir un cambio normativo que prescinde de ese «espíritu de las leyes», en este caso del espíritu de la Constitución, al que estaría obligado a atender como gobernante democrático.


(Antonio Elorza es catedrático de Pensamiento Político en la Universidad Complutense de Madrid)

Antonio Elorza, EL PAÍS, 22/10/2005