ABC 12/10/15
IGNACIO CAMACHO
· España parece siempre un proyecto de nación a medio terminar, envuelto en el eterno debate sobre su propia naturaleza
ACASO el principal problema de España sea la eterna duda interior sobre sí misma; sobre su identidad, sobre su ser, sobre su propia naturaleza como nación pese a que esa existencia lleva varios siglos anclada tenazmente en la Historia. En ese debate estéril, por lo general establecido sobre premisas del pasado, se evapora gran parte de la energía colectiva necesaria para proyectar el futuro. La España del siglo XXI vive aún condicionada por las heridas del XX, por los viejos conflictos de legitimidades y prejuicios que parecían clausurados en el consenso constitucional y cuyos demonios nos empeñamos en desenterrar los españoles como si una obsesión retroactiva nos empujase a arrepentirnos de nuestro mejor éxito. Por alguna maldita razón España parece siempre un país sin terminar, a medio construir o a medio deshacer, envuelto en la sempiterna discusión sobre su naturaleza, lastrado por una congénita incapacidad para la autoestima y el acuerdo.
A esa endémica debilidad, a ese cuestionamiento perpetuo de la cohesión interna, se ha unido en los últimos tiempos efecto de un triunfante relato nihilista surgido de los escombros de la crisis, una visión pesimista y destructiva del hecho nacional tan exagerada y trivial como la del peor triunfalismo. Esta narrativa del fracaso, elaborada desde un sesgado ventajismo, ha aprovechado el manifiesto desgaste de la estructura institucional y la sensación ciudadana de desamparo para asentar un discurso de demolición camuflada de regeneracionismo. Se trata de un artificio retórico oportunista basado en confundir la ineficiencia de un modelo administrativo extenuado con el agotamiento del proyecto de convivencia política. Su objetivo es el de un designio ideológico de ruptura cristalizado en dos grandes vectores: de un lado el impulso derribista del sistema de libertades del 78, despectivamente llamado régimen, y de otro el fraccionamiento territorial que fija mediante la mitología de la secesión un horizonte escapista, un plan de fuga.
El peligro de la situación es grave porque la fatiga de los materiales constitucionales coincide con el cansancio de un pueblo moralmente desarticulado por el retroceso del bienestar. Es el contexto clásico para las pérdidas de rumbo y la búsqueda desesperada de soluciones radicales. El progresivo declive de la celebración del 12 de octubre como fiesta unitaria es el testimonio de ese clímax crítico de desencuentro en el que el liderazgo de la renovada Corona intenta inyectar la dosis imprescindible de hálito constructivo. Pero sin el concurso de una clase dirigente leal con sus propias responsabilidades no habrá modo de evitar el extravío del modelo de concordia plural ni el decaimiento de los vínculos representativos y hasta sentimentales que lo han sostenido. La estabilidad de una nación sólo puede vertebrarse a través de la consistencia de su Estado.