El 24 de septiembre de 1810 es una fecha que permanece activo en el recuerdo de los españoles como símbolo del deseo de modernidad de una minoría ilustrada. Aquél fue un año que cambió repentinamente el paso de España, colocándola en la vanguardia del movimiento liberal.
ALGUNOS años, como ciertos poetas y políticos, gozan de una fama superior a la común. 1452 es uno ellos: es una fecha que generaciones de sabios, poetas, reyes y guerreros recordaron a fuego durante siglos. Ese año los turcos se apoderaron de Constantinopla. Ese año la antigua Bizancio de los helenos, la dorada capital de Constantino el Grande, la urbe que había sido avanzada de la cristiandad en Oriente y abierto las puertas a la riqueza y al saber de la otra mitad del mundo a Occidente, la preservadora y depositaria de la fecunda Antigüedad, entró a formar parte de un imperio que medía su vida según los preceptos del Corán. No hubo Cruzada para recuperar lo perdido, como quería el Papa, pero durante décadas, mientras el peligro otomano engullía buena parte de los Balcanes y acechaba Hungría, todos los príncipes de Europa estuvieron afligidos y acosados por los remordimientos. Para ilustrar la profunda conmoción que sufrió la cristiandad aquel año de 1453 basta leer las palabras de un viejo escriba bizantino refugiado en Venecia: «No hubo ni habrá jamás suceso más terrible».
También hay años en que los acontecimientos se precipitan como si la Historia tuviese más prisa en hacer correr el tiempo. Piensen en 1492, fecha en que un continente ignorado emerge desde el confín de los océanos a modo de una Atlántida perdida, y la vieja Europa, con España y Portugal a la cabeza, certifican el tránsito renacentista de la Edad Media a la Moderna, el triunfo absoluto de la experiencia sobre el saber académico. Recuerden los diez días que estremecieron el mundo en 1917, o su precedente, la Revolución francesa, un drama que arranca en 1789 y se prolonga durante el largo siglo XIX, una historia de utopía y terror que aceleró el pulso de Europa entera, asediando el Antiguo Régimen, devorando a sus propios hijos, cambiando de rostro a cada momento…
Sin duda, dentro de los márgenes de la historia de España, el 24 de septiembre de 1810 pertenece a esas dos clases de fechas. Es un día que permanece activo en el recuerdo de los españoles como símbolo del deseo de modernidad de una minoría ilustrada, y también es un año que cambia repentinamente el paso de España, colocándola en la vanguardia del movimiento liberal.
Después de un largo forcejeo con la Regencia, aquel 24 de septiembre de 1810 las Cortes se reunieron en la isla de León, en la bahía de Cádiz, para rehacer un país desangrado a imagen de sus mejores y más avanzados soñadores. Fue un acontecimiento que asombró al mundo y del que Karl Marx, en 1854, diría que no tenía precedente en la historia: «Ninguna asamblea legislativa había reunido hasta entonces a miembros procedentes de partes tan diversas del orbe ni pretendido regir territorios tan vastos de Europa, América y Asia; casi toda la Península Ibérica se hallaba ocupada a la sazón por los franceses, y el propio Congreso, aislado realmente de España por tropas enemigas y acorralado en una estrecha franja de tierra, tenía que legislar a la vista de un ejército que lo sitiaba.»
«¿Quién podría olvidarlo?», se pregunta Galdós en los Episodios Nacionales. Todo el patriotismo y todo el fanatismo de la época, la ilusión y la frustración, la pesadilla y el sueño, la razón y la locura, se dan entonces cita en Cádiz, ciudad sitiada por Napoleón pero felizmente abierta al mar por el que entra el Siglo de las Luces, el escenario ideal para que coincidan los nuevos principios de la organización social y política —opuestos al derecho divino de los reyes y favorables a la soberanía nacional— y los ciudadanos hechizados por la llamada del porvenir. Según recuerda Blanco White, si alguien brama en las populosas calles de Cádiz «¡La patria peligra!» ya no se piensa en los ejércitos franceses que la pisan y reducen a una pequeña isla inconquistable sino en los folletos reaccionarios de los absolutistas o serviles.
Ajenos al acto de heroísmo colectivo de la Guerra de Independencia, Carlos IV y Fernando VII siguen embobados en su irreal y lloriqueante universo, pero en Cádiz, aquel 24 de septiembre de 1810, los Muñoz Torrero, Argüelles, Quintana… se esfuerzan por despertar a España de su siesta miserable haciendo nuevo lo viejo. Lejos de la función tradicional que se presuponía a la veterana institución, aquel 24 de septiembre de 1810 los liberales ven llegado el momento de transformar las Cortes en una moderna asamblea. Todos esos abogados, estudiantes y clérigos ilustrados que han aprendido apresuradamente el francés, a fin de saborear a Rousseau y a Montesquieu, como si fueran un añoso vino de Borgoña, se ven a sí mismos en el modelo de Napoleón y piensan que todo es verdaderamente posible. Todos están convencidos de que, tras los sacrificios y dolores de la guerra, el pueblo español se merece un texto legal bien ordenado, destinado a evitar su sometimiento a una corte caprichosa o a un rey inepto. También piensan que bastará promulgar una legislación revolucionaria para cambiar el rostro de la carcomida y polvorienta España.
Desde los primeros discursos, la conmovedora reflexión de Don Quijote sobre los galeotes cobra en Cádiz un alentador acento político: «Que no faltaran otros que sirvan al rey en mejores ocasiones, porque me parece duro caso hacer esclavos a los que Dios y naturaleza hizo libres.» Desde las primeras intervenciones, conceptos como soberanía nacional o separación de poderes no auguran nada bueno a los defensores del Antiguo Régimen, que, como el obispo de Orense, acusan a las Cortes de alterar de raíz la naturaleza de la monarquía española. Y no se equivocan, porque es en la misma sesión inaugural del 24 de septiembre de 1810 cuando los diputados diseñan el marco liberal que habría de influir en la redacción de la Constitución de 1812, al establecer la igualdad de derechos de todos los ciudadanos, incluidos los de América.
Hoy, doscientos años después, leemos los debates y los discursos de las Cortes de Cádiz y podemos vaticinar lo que va a suceder. Hoy sabemos que a los diputados de 1810, perseguidores de un porvenir que imaginan a base de leyes, les hundirá el pasado que suponen muerto. Hoy sabemos que no supieron combinar la revolución con el realismo, que quisieron ir más deprisa de lo que la sociedad española de la época quizá permitía, que se equivocaron al querer hacer la Revolución francesa sin salir de los límites de la Asamblea Nacional, es decir, sin el pueblo, ese pueblo irredento, exhausto y dolorido que terminará gritando ¡Viva las cadenas! ¡Viva el rey absoluto! También conocemos el final: el regreso de Fernando VII, que pondrá punto final al texto gaditano, declarando nulos todos los actos de las Cortes sin que nadie salga a la calle en su defensa, restableciendo la Inquisición, condenando a los presidios africanos o al destierro a los representantes más destacados de las Juntas y de las Cortes…
Hoy, en fin, resulta muy fácil escribir que el experimento constitucional de los liberales de Cádiz fue un desvarío quijotesco que tenía en su contra todos los malos augurios de la realidad, pero al juzgar así ese episodio de nuestra historia olvidamos la valiosa lección que nos regalara Tolstoi en Guerra y paz: que los hombres avanzan por la vida como se avanza en la niebla, que para ser justos con las generaciones pasadas hay que intentar ver la niebla que había en su camino.
(Fernando García de Cortázar es director de la Fundación Dos de Mayo, Nación y Libertad)
Fernando García de Cortázar, ABC, 26/9/2010