La Nación y el Estado

ABC 27/02/14
IGNACIO CAMACHO

· Vivimos bajo un paradigma socialdemócrata en el que no cabe entender que la nación es lo que hay debajo del Estado

En el Debate del estado de la Nación siempre hay poca nación y mucho Estado. No sólo porque este es el hábitat natural de una clase dirigente que se autoconsidera un bien patrimonial, sino porque en la conciencia de los propios ciudadanos domina un paradigma socialdemócrata que tiende a identificar los problemas del país con los de su sobredimensionada Administración pública, contemplada por unos y otros como teórica proveedora universal del bienestar colectivo. Ese credo unifica a todos los partidos como una superestructura ideológica; no discuten sobre la salud de la sociedad, sino sobre la de su sistema administrativo. Vivimos en un régimen burocrático.

Por eso el único y principal consenso expreso en la sesión del martes –lo declaró Rubalcaba, lo aceptó Rajoy– consiste en el diagnóstico compartido de que España no tiene un problema de gasto sino de ingresos y que aún existe margen para incrementarlos. Llaman España al Estado, a su gigantesca máquina de consumir, asignar y distribuir unos recursos que siempre les parecen escasos. La izquierda y la derecha asumen con plena naturalidad el principio de voracidad fiscal sin cuestionarse el tamaño del aparato público; sus discrepancias se limitan si acaso a determinar los métodos recaudatorios y las capas sociales sobre las que debe recaer el esfuerzo. Por eso después de cinco años de crisis la estructura institucional permanece casi intacta; la escasez de dinero y de crédito ha disminuido los servicios, pero no ha agilizado ni encogido el descomunal mecanismo encargado de prestarlos.

La casta política española no entiende que la nación es lo que hay por debajo del Estado; posee una fe transversal en la Administración como omnipresente benefactora providencialista que ordena y hasta prescribe el funcionamiento comunitario mediante subvenciones, ayudas, regulaciones y transferencias de renta. La actividad política se reduce a encontrar el modo de acumular fondos con los que alquilar el respaldo electoral de una ciudadanía que lejos de cuestionar ese sistema de índole clientelista más bien parece interesada en participar de él. Al Gobierno le penaliza más reducir el gasto que aumentar los impuestos, sobre todo mientras la izquierda proclame sin tapujos su intención de subirlos más todavía. Si Kennedy hubiese dicho en España aquello de no te preguntes qué puede hacer tu país por ti sino qué puedes hacer tú por tu país habría perdido las elecciones; la mayoría de nosotros pretende que sea el Estado –o la Junta, o la Diputación, o cualquiera de sus múltiples variantes– el que le solucione la vida. Y ellos, los políticos de todos los partidos, lo saben; por eso en vez de vernos como ciudadanos capaces de organizar y decidir nuestros objetivos –eso es, al final, una nación libre– nos contemplan sólo como votantes o como contribuyentes. Por lo general, las dos cosas a la vez.