La nación y el suicidio

ABC 14/10/13
GABRIEL ALBIAC

La fisura nacional es garantía infalible de ruina colectiva: para nación y regiones

NACIÓN. s. f. El acto de nacer. En este sentido se usa en el modo de hablar nación, en lugar de nacimiento». Es el primer sentido. El segundo, analógico, la asimila a «la colección de los habitadores en alguna provincia, país o reino». El tomo III del Diccionariodeautoridades –primero de la Academia– está fechado en 1732. No alza constancia siquiera del uso político identitario, que, sin embargo, aparece como principal en su equivalente francés desde el último decenio del siglo XVIII. El mito nacional está fechado. Con vagas oscilaciones, en Europa se gesta a partir del verano de 1789 francés y de la primera revolución burguesa sobre el continente. Condensa su función léxica a lo largo del siglo XIX. En lo fundamental, puede considerarse cerrado con las sacudidas del año 1848.

Toda identidad es una ficción. Funcional. Sin la cual, lo cotidiano se complica. Nación es una acotación temporal de esa función: la invención de un sujeto político colectivo. Lo tengamos o no presente al hablar, nación designa, en los últimos dos siglos, el modelo de Estado que la burguesía pone en pie y cuyo dispositivo constituyente es –Sain-Just lo inventa y Clausewitz lo formaliza– el pueblo en armas, al cual se denomina ejército nacional.

Hay horizontes geográficos y culturales en los cuales ese dispositivo de identificación triunfa sin dejar residuos. Y borra el pasado. Francia es el modelo: ni siquiera pasa por la cabeza de quienes hablan el “francés nacional”, hasta qué punto ese patrimonio se erigió sobre el borrado de un rompecabezas de lenguas locales inviable. Si a alguien en Francia se le ocurriese hoy reclamar el bretón como lengua vehicular en la escuela pública, sería llevado benévolamente de la mano al manicomio.

Hay horizontes geográficos y culturales en los que fracasó en el siglo XIX: Alemania, Italia y España son los casos límite. Lo que esos países hubieron de pagar en el XX por tal incapacidad es sabido. El precio alemán lo pagó toda Europa, con la mayor matanza de la historia. El coste italiano fue la emergencia de la irrealizada mitología nacional bajo la variedad mitomaníaca de Mussolini. En España, dio de bruces, primero, en una guerra civil que quebró el alma española hasta nuestros días. Después, en casi medio siglo de dictadura que, al apoderarse de arquetipos y mitologías nacionales como posesión exclusiva, privó a la nación de la normal construcción de una identidad común. España permanece como único rincón europeo en el cual la bandera nacional es –salvo en el fútbol– objeto de recelo e interrogación, y en el que la afirmación de las fronteras nacionales es vista como un residuo autoritario.

El coste de eso es demoledor. Lo ha sido siempre. Hoy, llegados al punto límite en el cual las mitologías locales, bajo la forma de secesionismos provincianos, priman delirantemente sobre los intereses económicos, la fisura nacional es garantía infalible de ruina colectiva: para la nación y para cada una de sus regiones enloquecidas. Se llama suicidio.